Era el promotor de la célebre frase de “al mal tiempo buena cara”. Llevaba la sonrisa por bandera aunque le dolieran hasta los huesos, aunque la maldita diabetes le hubiera recortado los pequeños placeres de la vida. Si te encontrabas con él, por mucho que apretara el temporal, siempre tenía a mano una frase ingeniosa, un chascarrillo, una ocurrencia que delataba su origen de niño callejero, de carne de barrio, de un barrio, el de la Alcazaba, del que nunca salió.
A pesar de la estrecha relación que mantuvo de por vida con su entorno, a pesar de ser un personaje que no pasaba desapercibido y era conocido por todo el mundo, si preguntaban por él dando su nombre completo, Antonio Sánchez Guirado, nadie sabía quien era. Él fue siempre ‘el maestrillo’, un apodo que delataba su oficio de buscavidas en el universo de la construcción, donde llegó a tocar todos los palos desde sus comienzos allá por los años setenta. Lo mismo te repellaba una pared que te levantaba un muro con ladrillos; lo mismo preparaba una hormigonera que te reparaba las grietas de un techo.
El maestrillo era un hijo natural de la Alcazaba. Nació en una de las humildes viviendas que trepaban por el cerro, en los mismos pies del monumento. Se crio subiendo por las piedras y dejándose caer por las rocas resbaladizas, que fueron el tobogán natural para varias generaciones de niños del barrio.
Conocía todos los secretos detrás de las almenas, desde las grutas que recorrían el suelo hasta las corrientes de agua que minaban la salud de las murallas. Sabía dónde estaban las pencas más fértiles y era un catedrático pelando chumbos sin pincharse.
La Alcazaba estaba tan ligada a su vida que de ella llegó a vivir su familia. Su padre fue durante años uno de los guardas del recinto y formó parte del equipo de jardineros que a finales de los cincuenta convirtió aquel escenario en un inmenso jardín. El maestrillo y su familia vivieron los años de esplendor del monumento, cuando después de las restauraciones llevadas a cabo por Prieto Moreno, la Alcazaba se convirtió en el lugar preferido de los almerienses en sus paseos dominicales. Turistas venían pocos porque Almería era un lugar remoto y mal comunicado y su Alcazaba no aparecía en los libros de texto, pero se puso de moda subir a la Alcazaba vestidos de limpio a echarse fotografías.
El padre del maestrillo hizo carrera allí y también el hijo, que durante un tiempo llegó a ejercer el puesto de guardián. Había que ganarse la vida a diario y entre lo que le daban vigilando y entre las chapuzas que le iban saliendo, fue navegando por su juventud sin que nunca le faltara un billete en la cartera.
Venía de un tiempo complicado en el que los jóvenes no podían sentarse a esperar. El que no estudiaba tenía que ponerse a trabajar aunque fuera un niño, y así, apretado por la necesidad de su época, el bueno del maestrillo fue haciéndose un experto en pequeños detalles relacionados con la albañilería. Siempre estaba enganchado en algún trabajo, aunque a él, lo que más le gustaba, donde disfrutaba de verdad, donde sacaba el personaje que llevaba dentro, era en su barrio, cuando se encontraba con los amigos y compartía un manojo de habas y una cerveza.
En los últimos años formaba parte de una peña que se reunía a todas horas en la Plaza de San Antón. El maestrillo bajaba desde su casa, en la calle del Encuentro, buscando uno de los bancos frente a la ermita y allí dilapidaba su tiempo libre mientras le daba un pase de pecho a la enfermedad.
Cuando me cruzaba con él y yo le preguntaba que cómo estaba de salud, solía responderme: “Hecho una mierda”. Si alguien le preguntaba entonces qué le dolía, contestaba: “Mejor te digo lo que no me duele y acabamos antes”.
A veces el dolor le venía del alma, pero él procuraba disimularlo y lo hacía con tanto arte que cuando el médico del Hospital le explicaba después de ver su análisis de sangre que vigilara la dieta, el maestrillo le respondía extrañado: “Si yo como sano. Mi café con churros para levantarme y al mediodía mi tapa de tocino con una cerveza”.
El colmo de la gracia llegaba en esos momentos en los que en la tertulia de San Antón se juntaban el maestrillo y su colega Juan el farfollas y éste empezaba a contar su extensa trayectoria laboral y su extraordinario currículum que se resumía en no haber cotizado ni un día a la Seguridad Social.
En esos instantes, rodeado de los amigos del barrio, el maestrillo rescataba el niño que llevaba dentro y le alegraba la tarde al personal, aunque por dentro le doliera hasta la respiración.
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