Nunca supe cómo consiguieron mis padres la beca para que yo estudiara gratis en un colegio para ricos como La Salle. En clase yo era el nuevo, tímido y asustado, rodeado y observado por más de veinte niños-lobos que siempre iban vestidos con ropa de domingo. Los miré de reojo. Se peinaban como los del Paseo. Sus rodillas apenas tenían mataduras, ni costras ni cicatrices. ¿A qué jugarían para tener las rodillas tan limpias?
Todos los hermanos eran maestros cuya orden religiosa nació para enseñar a los pobres. En Almería, desde luego, no era el caso. Casi todos eran niños de clase media y alta. Mi madre me llevó a la barbería del paseo Versalles, y dio instrucciones precisas de cómo debían cortarme el pelo.
Mi nuevo peinado con gomina era una escultura, casi de piedra. Duraba casi todo el día. El pelo se quedaba endurecido. Era algo bastante común en La Salle. Cuando regresaba a mi calle, al atardecer, me despeinaba, me alborotaba el pelo, para no parecer un traidor a mi barrio. Amigos de mi calle me advirtieron de que, con tanta gomina, los piojos quedarían prisioneros. No podrían saltar a la cabeza de otro. ¿Tendrían piojos los niños de La Salle? No me imaginaba yo a sus madres sentándolos en el tranco de la puerta de sus casas, como hacían con nosotros en plena calle, para peinarles con la liendrera, un peine especial muy duro y con sus dientes muy juntos. Por asqueroso que parezca, lo más divertido era aplastar a los piojos entre las uñas de los pulgares. Una explosión que nos producía risa.
Como un camaleón, pronto me confundí con los de mi nueva clase, ahora también social. Vestía y peinaba como ellos. No quería ser rechazado por mi procedencia de otra clase más baja, sino ascender a su Olimpo tan admirado y/o envidiado. Quería ser como ellos, pero, a la vez, tenía miedo a parecer ridículo. Pero aún, traidor a mi barrio.
Quizás gracias a mis nuevos amigos, pronto me aceptaron como uno más. A esa edad, lo más importante era ser querido por tus pares. Manolo do Campo, a quien tanto quise, me salvó del riesgo de naufragio. Me percaté de que en sus casas había más libros que en la mía. Pese a mi inseguridad, bien disimulada, pronto abandoné el rincón del patio y empecé a participar con los nuevos colegas en los juegos del recreo. Eso ya era otro cantar. Hice amistades que aún perduran.
Años más tarde, harto de la hipocresía de algunos frailes, que abusaban de los niños más débiles y vulnerables, unas veces con exceso de caricias, no solicitadas, y otras, con malos tratos, no merecidos, fui abandonando el redil de los frailes. Desengañado, me uní a la JOC (Juventudes Obreras Católicas), lo que fue muy mal visto por los hermanos de La Salle.
Yo hacía oídos sordos a sus pláticas. Desde luego, mi padre era rojo y no hacía esas cosas tan terribles que le atribuían mis frailes. Un día mi padre me reconoció que, en la guerra, ambos bandos cometieron crímenes horrorosos. Los rojos más exaltados habían quemado iglesias y fusilado curas y frailes. Les consideraban aliados de los fascistas que habían dado el golpe de Estado contra la legalidad republicana. Los fascistas también se ensañaron contra los republicanos. Me concretó algo que no he olvidado: “Fueron especialmente crueles contra los maestros. Ya ves”.
Tomé buena nota. Si tenía que elegir entre mi padre, un héroe para mi, y aquellos frailes, enardecidos por la guerra civil, que ellos llamaban Santa Cruzada, no tenía duda. Aunque yo era entonces católico practicante, elegí siempre a mi padre, por muy rojo que fuera. La conclusión frente a aquel adoctrinamiento era clara: los frailes mienten.
Esas “reflexiones” religiosas, tan sesgadas e interesadas, me fueron creando un callo de incredulidad en mi cerebro. Cuando el hermano nos aseguraba que, por ejemplo, el cuarzo cristalizaba en el sistema hexagonal yo lo ponía automáticamente en duda. En cuanto podía, lo contrastaba con el libro de texto o con una enciclopedia de la biblioteca. Así, fui creciendo en la desconfianza hacia lo que nos decían los maestros. Aprendí a buscar repuestas en otras fuentes ajenas a las religiosas. Ahora que lo pienso: ¡Qué buen adiestramiento forzoso tuve, desde muy niño, al tener que contrastar cualquier cosa con otras fuentes más fiables! Me sirvió, y mucho, para ejercer más tarde el periodismo.
Como un transformista poco experimentado, me fui adaptando al cambio diario que me exigía vivir en dos pandillas de mundos tan distintos y, a veces, antagónicos: el del colegio de ricos y el de mi barrio obrero. Con la práctica, mi sentimiento inicial de traición a la pandilla contraria se fue diluyendo en ambas direcciones. Me sentía cómodo en las dos, con tal de que no se cruzaran. Maestro del disimulo. De haberse cruzado, no sabría a cuál preferir. Eran amores distintos. Lealtades incomparables. Al final, aunque no fue fácil, me siento afortunado de haber vivido en ambos mundos.
Poco a poco, llegué a confundirme con el ambiente de la clase media y media alta. Me aceptaron, sin reservas, como uno de ellos. No todos. Aprendí a comer finamente, por ejemplo, con la pala del pescado. Las gambas, no. En mi casa, mi padre y mi hermana se reían de mis finuras. Mi madre no. Le doy gracias. Al principio, me parecían ridículos los esfuerzos, legítimos y muy caros, de mi tía Dolores para que su hija aprendiera piano, un auténtico ascensor social. Más tarde, lo comprendí. Mi prima, la más lista de la familia, ascendió de clase antes que yo. Mi tía tenía razón. Imitándola, mis padres enviaron a mi hermana Isabel al Milagro, un colegio de pago de monjas en el que, con su uniforme gris, se confundía con las demás niñas de gente más pudiente que nosotros.
En La Salle mantuvieron, más allá de lo recomendable, un régimen cuasi militar basado en la disciplina y en los castigos físicos y psicológicos. La violencia de algunos frailes sádicos con los alumnos no estaba entonces mal vista. Hoy se llamaría tortura. Lo aprendieron en sus seminarios. Abundaban los pescozones, bofetadas, coscorrones, golpes en la cabeza con los nudillos o con el grillo de madera, palmetazos con la regla en la mano extendida o sobre las uñas, tirones de las patillas. Un fraile iracundo le tiró el grillo de madera a un alumno que estaba distraído. Si le da en la cabeza, lo mata. Un castigo cruel era ponerte cara a la pared, con los brazos en cruz sosteniendo un libro en cada mano. O de rodillas. En aquel ambiente de miedo a los malos tratos se respiraba el efecto de la represión sexual, obligada por el celibato y embalsada y retorcida de una manera enfermiza. Algunos frailes aplicaban lo aprendido en sus seminarios. El maltratado, maltratador.
La frase favorita de mi madre, mil veces repetida, era: “Hijo mío, no te signifiques”. Mi padre, más Quijote que Sancho, contradecía así a mi madre: “Cuando alguien te diga que sientes la cabeza lo que te está diciendo, de verdad, es que la agaches. No lo olvides”. “He traicionado a mi clase” , dijo Salvador Dalí, “nací en la burguesía y me pasé a la aristocracia”. Como tantos otros, yo nací en la clase obrera y, de la mano de La Salle, me pasé a la clase media. En los años sesenta ¿quién no soñaba con un 600 y con una cabeza libre de piojos? Al final, convivir en La Salle con gentes de mayor nivel cultural que mi familia me ayudó a amar la lectura y aumentó mi sed de conocimientos.
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