La calle de Joaquín Vázquez desembocaba en el mar de verdad. Formaba parte de la playa, de la que estaba separada por una empinada escalera. Bajabas los peldaños de mármol y te encontrabas inmediatamente con la arena, con los bañistas y a escasa distancia, solo unos metros, con la orilla del mar. Estaba tan pegada al agua que en los días de fuerte temporal, cuando el viento de poniente soplaba con violencia, las olas se estrellaban contra los escalones y la playa desaparecía como si la hubieran borrado del mapa.
Cuando volvía la calma aquella orilla se quedaba arruinada, llena de algas, de trozos de madera, de cañas y de todos los restos que había dejado el temporal. Si el vendaval llegaba en verano sus inquilinos habituales tenían que cambiar de playa durante unos días, el tiempo que tardaban los servicios de limpieza municipales en retirar todos los desperdicios.
En ese amplio escenario que era la playa de levante, que llegaba desde San Miguel hasta la Térmica, ese trozo playero de la calle de Joaquín Vázquez era el más peculiar y uno de los más concurridos, no solo por los que iban a bañarse, sino también por los que iban a mirar.
El balcón que se formaba al final de la calle, frente a la escaleras que bajaban a la playa, era un auténtico mirador que contaba con la ventaja de estar tan protegido por los bloques de edificios que acababan de levantar que siempre tenía un trozo de sombra disponible donde nunca se notaba el calor por la corriente de aire que se generaba en ese callejón marinero.
El mirador solía estar tan concurrido como la misma playa y en él se mezclaban los que miraban con los bañistas que subían a fumarse un cigarro a la sombra o a comprarse un bocadillo y un refresco en alguna de las tiendas cercanas. En aquel tiempo, a comienzos de los años setenta, a la playa se iba de verdad, a pasar horas y horas, sin temor a quemarse ni a coger una insolación, por lo que si no te llevabas la comida había que ir a buscarla.
Qué tribuna tan maravillosa. Qué atalaya para los ojeadores que allí se reunían para disfrutar del paisaje, no solo del imponente horizonte con el mar como telón de fondo, sino de esa impagable fauna juvenil de muchachos y muchachas que lucían sus cuerpos bronceados y sus bañadores de marca en la prestigiosa playa del barrio de San Miguel. Sí, en esos años, toda esa franja de litoral que llegaba hasta el palmeral del Zapillo gozaba de un prestigio que no tenía la popular playa de las Almadrabillas. Se había convertido en la zona de expansión y su playa en un punto de reunión de la juventud estudiantil de la época y en el lugar preferido de los pocos turistas que nos visitaban en los meses de julio y agosto.
Cuando llegaban los meses cálidos los apartamentos, recién estrenados, colgaban el cartel de no hay billetes. Fueron muchas las familias almerienses que invirtieron sus ahorros en un piso turístico en el Zapillo y cuando llegaba el mes de julio, cuando los niños habían terminado las clases, dejaban el centro de la ciudad para convertirse en veraneantes, aunque estuvieran a un cuarto de hora de su residencia habitual.
A esta legión de turistas autóctonos había que unir la lista de veraneantes de fuera, los que llegaban mayoritariamente de las provincias interiores de Andalucía, sobre todo de Granada y de Jaén. Venían blancos como el papel y se iban tostados, como si les hubieran cambiado la piel, y en cierto modo ocurría de verdad esa mutación, ya que la piel se les iba cayendo a tiras por los efectos del sol, del que nunca se cansaban.
Entre los que llegaban de Almería y los que aterrizaban de fuera, las playas de San Miguel, las Conchas, los Tritones y el Zapillo se transformaban durante dos meses en nuestra Ipanema particular. Toda la vida de la ciudad se trasladaba a la playa y aquella calle de Joaquín Vázquez, alejada y sombría, que era un páramo en invierno, adquiría tintes de avenida principal y se llenaba de bañistas, de mirones y de mobylettes, que eran las motos de moda entre los jóvenes antes de que fueran desplazadas por las vespinos.
Llegó a tener tanta importancia la calle que el ayuntamiento la eligió como punto estratégico para colocar una cabina telefónica. Durante años, la cabina playera fue un punto de referencia del barrio. La primera que colocaron, a finales de los sesenta, tenía hasta una guía enganchada con un cable para que los usuarios pudieran consultarla, pero no tardaron en llevársela, lo que obligó a la empresa responsable del teléfono a colocar la guía en una de las tiendas de la esquina.
Aquella cabina de la calle de Joaquín Vázquez no descansaba durante el verano, cuando era de las más rentables de la ciudad. Por las noches se formaban largas colas delante del cristal, ya que a partir de las diez las llamadas eran más económicas, lo que aprovechaban los turistas para poner una conferencia y hablar con sus familiares. Qué voces daban algunos cuando agarraban el teléfono, compartiendo la conversación con todo el barrio.
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