Entre Almería y Barcelona había algo más que una simple amistad de dos ciudades que compartían el mismo mapa. Estábamos unidos por ese cordón umbilical que se había ido gestando con cada una de las familias de obreros de nuestra tierra que desde los años de la posguerra habían emigrado a Cataluña.
Barcelona tenía también acento almeriense, barrios donde se hablaba, se pensaba y se sentía como si estuviéramos en el Zapillo o en el Quemadero. Había una bandera sentimental colgada en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona, una bandera que no necesitaba ningún viento que la moviera porque allí donde estuviera un almeriense ondeaba como un heraldo orgulloso.
Esa relación de amor que se estrechó en los años sesenta necesitaba un gesto oficial, un reconocimiento público, que las dos ciudades le contaran al resto que se entendían, que lo suyo iba en serio. En aquel tiempo eran alrededor de ciento cincuenta mil los hijos de Almería que residían en la Ciudad Condal, o lo que es lo mismo, había más almerienses en Barcelona que en nuestra propia capital.
Fue entonces cuando surgió la iniciativa de la colonia de emigrantes que pretendía unir aún más esos los lazos de hermandad entre ambas ciudades, obligadas a entenderse y a quererse. Así nació la idea de celebrar la ‘Semana de Barcelona en Almería’. Al Ayuntamiento, que entonces estaba dirigido por Guillermo Verdejo Vivas, se le ocurrió que uno de los actos que se podían organizar con motivo de dicho hermanamiento podía ser ponerle a una plaza de la ciudad el nombre de Barcelona. Fue entonces cuando se pensó en que el lugar elegido fuera la olvidada Plaza de Ivo Bosch, para de este modo emprender su remodelación para su definitiva integración en el centro de la ciudad.
Había que hacerlo a lo grande y para conseguirlo se consiguió el compromiso del ilustre alcalde de Barcelona, el señor Porcioles, que recibió con complacencia la propuesta y aceptó la invitación. Su visita estaba prevista para que coincidiera con los días grandes de la Feria de Almería de 1966, pero por motivos de protocolo se adelantó una semana.
La llegada del señor Porcioles estuvo rodeada de gran boato para que no pasara desapercibida, para que ocupara incluso algún minuto en los reportajes de NO-DO que se emitían en los cines antes de cada película y así dar a conocer nuestra tierra más allá del Cañarete y del Ricaveral.
Se inauguró la nueva Plaza de Barcelona y se celebraron grandes fiestas en la Alcazaba para agasajar a nuestros distinguidos invitados. La mayoría de los actos que organizó el entonces responsable de Festejos, don Ginés Nicolás Pagán, estuvieron a la altura de las circunstancias, aunque no faltaron las anécdotas, algunas de ellas propias de una película de Berlanga.
En los días previos a la llegada del alcalde barcelonés y su séquito, cuando se ultimaban los trabajos de darle lustre a las dependencias municipales para que estuvieran en perfecto estado de revista, se decidió que el viejo escudo de Almería, hecho de madera, que lucía sobre la puerta principal necesitaba al menos una mano de pintura. El escudo estaba muy deteriorado por el paso de los años y estaba pidiendo a gritos una restauración completa.
Con el tiempo justo, se pensó que la persona idónea para dejarlo como nuevo podía ser el célebre artista local Robles Cabrera, que estaba ligado profesionalmente al Ayuntamiento, ya que era el encargado de hacer las carrozas. Robles, que tenía tanta fama de artista como de despistado, según contó años después el concejal Ángel Gómez Fuentes, aceptó el encargo de darle vida a ese viejo emblema que le llevaron a su taller. “Déjalo como nuevo”, le dijeron, y así lo hizo. Lo dejó hecho un cromo y el mismo día de la visita fue colocado en el frontispicio de la Casa Consistorial.
Cuando las personalidades llegaron al Ayuntamiento, el alcalde de Barcelona puso cara de sorpresa cuando al mirar para arriba se encontró con el escudo y agradecido le dijo al señor Verdejo, entonces alcalde de Almería: “Muchas gracias por este detalle”. Al bueno de Don Guillermo, un caballero de los pies a la cabeza, se le cayó el cielo encima cuando echó la vista hacia arriba y comprobó pasmado que el notable artista de nuestra tierra había pintado el escudo de Barcelona sobre los restos del escudo de Almería. En vez de la cruz de color rojo de nuestro heraldo aparecían dos cruces del mismo color en las esquinas, repartiéndose el espacio con las colores rojos y amarillos de la bandera de la Ciudad Condal.
También fue digno de pasar a la historia lo que sucedió en el Salón de Actos del Ayuntamiento en el momento del pregón de las Jornadas de Barcelona, a cargo de don Esteban Bassols, abogado y delegado de Relaciones Públicas del Ayuntamiento de Barcelona. Con las prisas derivadas del adelanto de la visita, al protocolo se le pasó que había que llenar el aforo del salón como fuera. A la hora de la charla allí no estaban nada más que los políticos. Las sillas, perfectamente colocadas, estaban vacías. Ante esta situación tan alarmante, el concejal de Tráfico, Ángel Gómez Fuentes, cogió las riendas y se fue al cuerpo de guardia, reclutó a varios municipales y se fue de gira por las tabernas de la Plaza Vieja y por el barrio ‘non santo’ de las Perchas y en un cuarto de hora el solemne Salón de Actos ya estaba repleto de un público selecto donde destacaban un nutrido grupo de mujeres de la vida “ricamente ataviadas”, albañiles en traje de faena y cuatro o cinco ‘vinagres’ que aceptaron la oferta a cambio de unas cuantas ‘convidás’.
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