Primero fueron los panaderos y después siguieron los ferroviarios, los tipógrafos, los camareros, los barberos hasta llegar a los obreros del Puerto, cuando ya la huelga en la ciudad se convirtió en general. Apenas había amanecido la República, cuando todos los gremios sacaron en tropel la lista de agravios de tantos años de injusticias sociales. Fue todo de golpe, a borbotones, en ese otoño de 1931, como un río Almanzora desbocado después de una tormenta: los barrileros, los estibadores, los albañiles, todas las cofradías sindicales iban un día sí y otro también a visitar al gobernador -Leopoldo Alas Argüelles, hijo del célebre escritor Clarín- a preguntarle “qué hay de lo mío”.
No fue una excepcionalidad almeriense, España entera ardía en huelgas y paros laborales con Manuel Azaña como presidente del Gobierno tratando de conciliar intereses y que el país no se le fuera a pique.
Lejos quedaban ya aquellas huelgas decimonónicas de mineros en la sierra de Almagrera o en la de Gádor y también la Liga de la Alpargata de 1921, como protesta de las clases medias almerienses por la carestía de la vida.
Ahora era distinto, había una crisis más acentuada tras el crack mundial del 29 y se esperaba más de esos nuevos tiempos de libertad e igualdad tras el Directorio de Primo de Rivera. Pero la República llegó en un mal momento a Almería y ya en septiembre de ese primer año, la huelga de panaderos puso en jaque las despensas de la ciudad. No había trabajadores en las tahonas para hacer el pan del día y el gobernador decretó que se respetaran los servicios mínimos y el derecho al trabajo de los obreros que quisieran seguir trabajando. Se instauró vigilancia de madrugada a la hora en que se ponían a calentar las hogazas, pero hubo actos de sabotaje mientras el alcalde Granados recorría los hornos para que se cumpliera la ley. De 17.000 kilos que era el consumo normal de la ciudad, solo se conseguía amasar una tercera parte. Fuero detenidos los cabecillas del Comité de Huelga, Antonio Alonso Palenzuela y Blas Hernández.
Tan mal vio la cosa el gobernador que requirió el concurso de soldados del ejército procedentes de Granada para hacer pan. Llegó una compañía formada por 40 soldados de intendencia que garantizaron el abasto a la población, que hacía colas delante de las panaderías.
Llegó después la huelga de los albañiles menos lesiva, que consiguieron el compromiso de los contratistas de recibir un sueldo de diez pesetas los oficiales y 7.50 los peones.
Los ferroviarios almerienses también se sumaron a la huelga nacional del ramo, pero, sin duda, el paro más feroz fue el de los obreros del Puerto, con unos sindicatos de clase bien organizados, pero divididos en una feroz competencia. Para ellos la llegada de la República fue como el momento soñado para un ajuste de cuentas contra los patronos.
Por un lado estaba la Sociedad de obreros de La Marina, vinculados a la CNT, y por otro y en pugna Matricula Unida, bajo la influencia de la UGT. Reclamaban algo tan inusual entonces como la jornada de ocho horas para los estibadores de barriles y el descanso dominical.
Durante varias jornadas, los obreros hicieron huelga de brazos caídos, mientras que en los andenes del Puerto, la uva se pudría bajo el sol después de más de una semana de huelga en los primeros días de noviembre.
Los parraleros, mientras tanto, se desesperaban ante la ruina de la campaña. Tanto que una Comisión de Berja y Dalías intentó llevarse de vuelta los toneles de la grape almeriense para fletarlos a través del Puerto de Adra. Se calcula que se perdieron con el paro en torno a 600.000 barriles de uva.
La huelga general duró dos días -9 y 10 de noviembre de 1931- en los que Almería se convirtió en la cueva de un lobo: comercios y bares cerrados, mientras la gente deambulaba con miedo por esa ciudad triste. El gobernador, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, requirió, a través de conferencia con el ministro Largo Caballero, la llegada del Batallón 17 del Campamento Alvarez de Sotomayor, mientras la Guardia Civil patrullaba a caballo la ciudad.
Los almerienses caminaban por las calles con el temor en los ojos a una descarga, mientras piquetes de obreros salían de la Casa del Pueblo recorriendo las calles fiscalizando que no había ningún establecimiento abierto. Hubo alborotos múltiples, altercados. Pandillas de borrachos se unían a los más exaltados, más próximos a la violencia gratuita y a actos de pellejería que a la reivindicación legítima de derechos laborales. Así, el trajinante Francisco López el Chus destrozó las oficinas del consignatario Hijo de Ricardo Giménez y el carrero apodado ‘El Gachas’, atentó con una faca contra Juan Guillén, presidente de la sociedad de albañiles. Los periódicos también cerraron y algunos como el Diario de Almería, que intentó imprimir una plana, fue saboteado.
El momento más crítico de esos días aciagos se produjo cuando en una de las revueltas cercanas a la Plaza Circular, que provocó una descarga de fusilería por parte de la Guardia Civil a caballo, resultó herido de gravedad de un balazo el ferroviario Antonio Flores Almansa, que consiguió salvar la vida tras ser intervenido en el Hospital Provincial.
El batallón de Viator, consiguió detener a algunos de los huelguistas que amenazaban con sabotear una armería del Paseo para conseguir escopetas de caza con las que vengar al trabajador herido. A la postre, tras esos días de tempestad, todo volvió a la calma con una mejora de salarios a los obreros.
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