La intensa vida callejera del Reducto

En torno a la Plaza de Pavía se levantaba una pequeña ciudad con su vida independiente

Eduardo de Vicente
09:58 • 21 mar. 2022

El Renault 4.4 de la familia de Eulogio Parra formaba parte del barrio del Reducto. Solía estar aparcado en la calle Galileo, frente a la mercería del señor Eulogio y estaba tan integrado en la vida del barrio que los niños lo utilizaban como si fuera parte del mobiliario urbano, usando su capó para sentarse.



A finales de los años sesenta ni la popular barriada del Reducto se libró de la llegada de los coches, que poco a poco fueron tomando las calles y apoderándose del territorio que antes de su aparición pertenecía a los niños. Sí, las calles era un escenario exclusivo de los vecinos y mayoritariamente infantil. Cuando los niños estaban en el colegio, las calles se adormecían en un silencio que solo quebraba la aparición de algún vendedor ambulante anunciando su mercancía. En ese tiempo todavía pasaba el trapero, el afilador con su flauta, los del pescado con su pregón de besugos y sardinas frescas.



Las mañanas eran para las mujeres que iban y venían al mercado y las tardes para los niños, que tomaban las calles llenándolas de esa algarabía insultante que fue la banda sonora de tantos barrios almerienses hasta finales de los ños setenta.  



Había tantos niños en el Reducto que formaban pequeños ejércitos, pandillas que se movían en tropel buscando la complicidad de los juegos. A veces organizaban partidos en medio de la calle, otras se iban por el cerro del Mesón Gitano en busca de aventuras o llegaban al puerto para fugarse de las miradas de los mayores. En verano, cuando a mitad de la tarde pasaba el camión de la regadora, que era un hecho extraordinaria que solo sucedía cuatro o cinco veces al año, echaban a correr detrás esperando que el conductor le diera más fuerza al chorro y salir empapados.



El Reducto era entonces un barrio con vocación de ciudad. Solo le faltaba un ambulatorio para ser autosuficientes. No solo tenían su propio mercado, el de la Plaza de Pavía, que era tan importante como la Plaza de Abastos, sino que además tenía todo tipo de comercios, desde peluquerías hasta un estudio fotográfico, el de la familia Campos, por el que pasaron todos los niños del barrio cuando hicieron la Primera Comunión.



En el Reducto eran tan independientes que para ir al cine no tenían que dar un viaje al centro de la ciudad, que entonces quedaba lejos. Tenían su propia sala, la del Cinema Pavía, que había comenzado a funcionar como terraza de verano y que acabó convirtiéndose en un cine clásico de invierno.



La modernización de la terraza Pavía llegó en enero de 1953, cuando el empresario local Miguel García Bretones, dueño de uno de los talleres de mecánica más prestigiosos de la ciudad, solicitó permiso en el Ayuntamiento para construir una sala de cine de invierno en un local que había junto a la terraza de verano. La obra, realizada por el constructor José Delgado Boga, se prolongó durante varios meses y antes de que terminara el año ya era una realidad el Cinema Pavía. 



El Reducto era tan original que además de su mercado y su cine disponía de una fábrica de caramelos, un lujo del que no podían presumir en muchos rincones de la ciudad. Estaba situada en un local de la pequeña calle del Plátano y estaba dirigida por el empresario Pepe el dulce, todo un personaje.


La fábrica le dio un prestigio al Reducto, un perfume característico y se convirtió también en el despertador oficial de sus vecinos.


A las cinco de la madrugada, ya hiciera frío o calor o cayeran chuzos de punta, se encendían los fogones  y las calderas comenzaban a echar humo en el número cuatro de la calle El Plátano. Una hora después, el olor dulce del azúcar se colaba  entre los barrotes de las ventanas y  por el resquicio de las antiguas puertas de madera para inundar las calles con el  sabor envolvente de las esencias de fresa, limón y naranja. El aire, aún sin estrenar de la mañana, parecía más puro, y el humo subía compacto,  como en una nube de algodón, por las azoteas del Reducto.


Era la fábrica de caramelos de José Alvarez Pérez, que a finales de los años cincuenta llegó a tener más de cuarenta mujeres trabajando de la mañana hasta la noche. Sus dulces se repartían por toda la provincia y llegaron a ser muy valorados en algunas zonas del levante español. Recibía pedidos de toda España y era muy valorado por la calidad del producto y por la formalidad con la que trabajaba. 


En peluquerías no había otro lugar en Almería con tan buenos maestros. Allí hizo carrera el célebre Tito Pedro, que convirtió su salón en una barbería y en una agencia de noticias. Todo lo que sucedía de la Almedina hasta la Chanca salía como primicia de ‘la rotativa’ del Tite Pedro. 


En aquel viejo salón donde iban los hombres a afeitarse un día a la semana, nació un club de fútbol que aún sigue activo con el estigma de no haber tenido nunca un campo de fútbol en su propio territorio.


El barrio era tan característico, tan patria, que tenía sus personajes peculiares ‘made in Reducto’. Todos conocíamos a Diego el de la hora, que nunca llegó a tener un reloj pero al que todo el mundo le preguntaba aquello de ¿Diego, qué hora es?, provocando la ira del pobre desdichado que cuando le soltaban la pregunta se acordaba de todos los familiares del bromista, incluyendo a los difuntos.



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