La feria de invierno había sido un éxito y el nombre de Almería y la bondad de sus playas aún por descubrir, habían aparecido en los programas que Televisión Española había grabado en nuestra tierra para completar el reportaje matriz que no era otro que la visita de Franco para inaugurar el aeropuerto.
Queríamos agarrarnos al progreso como fuera y todo pasaba por tener por fin el aeropuerto que iba a permitir la llegada masiva de turistas y el consiguiente despegue de la economía almeriense, que en aquel tiempo no tenía otra expectativa que la de explotar nuestro clima y nuestras playas. No teníamos industria, no teníamos mineral y aquel imperio de la uva que nos había dado de comer durante más de un siglo estaba en decadencia.
No es de extrañar que la inauguración del aeropuerto se viviera como un hecho extraordinario. Ningún acontecimiento había levantado tantas ilusiones en la sociedad almeriense desde la llegada del ferrocarril. Habían pasado setenta y tres años desde que la ciudad recibiera el primer tren en su estación y ahora, en enero de 1968, se preparaba para acoger con los brazos abiertos al primer vuelo que iba a aterrizar en nuestro flamante aeropuerto.
El éxito tenía muchos padres como es lógico y tanto el que había sido alcalde durante años, Emilio Pérez Manzuco, como el que en 1968 era Gobernador civil, Luis Gutiérrez Egea, querían apuntarse el tanto. El primero, el señor Manzuco, ya no era el primer edil cuando se hizo realidad el aeropuerto. Se encontraba en plena campaña electoral a Procuradores en Cortes y aprovechó sus ‘mítines’ por la provincia para recordar a todos que él era el padre del aeropuerto porque fue durante su mandato cuando se expropiaron los terrenos y que también fue gracias a su actuación que esos terrenos se consiguieran en un paraje tan cercano a la ciudad. Por su parte, el Gobernador civil, alardeaba de que el aeropuerto había sido una conquista suya, cuando en realidad no había tenido ningún peso a la hora de negociar con los ministros en Madrid.
Una mañana de aquel invierno de 1968, la prensa local abría en su portada con un texto de máximo interés para los almerienses: “Almería va a vivir el próximo seis de febrero uno de los acontecimientos más importantes de su historia con la inauguración del aeropuerto que abrirá las rutas de penetración rápida hacia el interior de nuestra patria y al mundo entero, rompiendo el secular aislamiento que padecíamos. Su Excelencia el Jefe del Estado, con tan solemne y transcendente motivo va a visitarnos”.
Para el día de la inauguración, programada para el martes seis de febrero de 1968, la Delegación Provincial de Trabajo exhortó a las empresas y comercios de Almería para que le dieran a sus trabajadores los permisos necesarios, sin pérdida alguna de retribución, para que pudieran asistir al acto. A las once de la mañana quedaron suspendidos todos los trabajos y cerrados todos los establecimientos comerciales como si fuera un festivo.
El primer vuelo comercial fue un humilde aparato bautizado con el nombre de Río Ebro, que cubría la ruta con Madrid dos veces a la semana. Cuando el avión aparecía en el horizonte, buscando el aterrizaje, había un murmullo general de admiración, la misma que se sentía por los pasajeros que venían de Madrid, aquellos privilegiados que entonces se podían permitir el lujo de pagarse el vuelo.
El primer viajero que piso tierra almeriense fue el Magistrado Juez excedente Luis Vizcaíno Martínez, que según manifestó después, sintió una emoción especial cuando bajó las escalerillas del avión. “Ha sido un viaje extraordinario, maravilloso, en solo una hora veinte minutos desde Madrid”, le dijo a la prensa. No le faltaba razón cuando utilizó el adjetivo extraordinario, ya que estar a dos horas escasas de la capital de España era un logro histórico para una ciudad acostumbrada a echar un día de viaje en tren a Madrid.
Teníamos tantas esperanzas puestas en el aeropuerto, que antes de estar terminado ya se había convertido en un lugar de culto donde iban las familias los fines de semana con las ilusiones y las mismas emociones del que va a presenciar un gran espectáculo.
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