Lo antiguo había pasado de moda y casi toda Almería celebró como un triunfo deportivo que la piqueta acabara por fin con aquella mole vetusta que taponaba la fluidez del tráfico de la Puerta Purchena hacía la Rambla Alfareros.
Fue la mañana del 11 marzo de 1972, en pleno boom de los edificios altos y de las faldas cortas, cuando se derramaron sobre los adoquines, como los muros de Jericó, los escombros del denominado Edificio Vulcano. Allí, esparcidos en amasijos por el pavimento, brillaban los estucos venecianos de la vivienda, la losa hidráulica centenaria, los mármoles de la escalera, los zócalos de porcelana, las fabulosas vigas del techo, las ménsulas y molduras floreadas, las láminas astilladas de la imperial cristalera, los flecos del toldo anaranjado.
En unas horas había sucumbido todo ese arte arquitectónico brotado de la mano sublime de Cuartara, arrojado por la pala al empedrado como si fueran yogures caducados que se tiran a la basura, mientras desde los soportales del Río de la Plata, junto a un guardia urbano con gabardina, un grupo de espectadores contemplaban la mutilación criminal haciendo palmas como si se tratara de un espectáculo en el Tiro Nacional. Al tiempo, los camiones empezaban a llevarse las reliquias camino de un escombrera cercana.
La portada del periódico celebraba al día siguiente la demolición, como si se tratara de un simple edificio Trino: “El Paseo se abre hacia el norte al librarse por fin del viejo edificio Vulcano”.
Nadie pensó que se acababa de cometer una barbarie, al menos nadie lo dejó escrito en esas fechas, como tampoco nadie lo hizo cuando un lustro antes habían destrozado otra obra del mismo arquitecto genial, la del Colegio de Jesús, sede de Correos, junto a la Plaza Juan Cassinello. Nadie (o casi nadie) cayó en la cuenta de que por iniciativa municipal, aplaudida unánimemente, estaban haciendo desaparecer de forma inexplicable el edificio de la Almería burguesa más antañón de la Puerta Purchena, una pieza exquisita de orfebrería que hoy solo podemos contemplar en postales de época.
Cambia el paisaje y el paisanaje, los templos, los cuarteles, los bares y discotecas, cambian los fondas y tabernas, cambian las modas y las costumbres, pero si una ciudad no conserva un manojo de iconos de culto como por ejemplo -en el caso de Almería- las calles apretadas de La Chanca, Las Mariposas, el Cervantes, el palacete de Juan Lirola, la Peña, el Amalia, Casa Puga, las Puras o El Valenciano, entonces viviríamos en una ciudad sin alma alguna.
El fenecido edificio Vulcano es uno de los más caprichosos arquetipos de la Almería perdida, como lo fueron también, por dar solo unos ejemplos incendiarios, El chalé del Gitano, el antiguo Pingurucho, la Casa de Ramón Orozco, los Jardines de Medina, el kiosco de la Música o el Balneario Diana. Hay otros vestigios que perviven, milagrosamente, como los cortijos Fischer o Romero Balmas, el edificio compartido de López Rull y Langle donde estuvo la farmacia Durbán y está Pronovias, el Casino, el Cáble Inglés, el Círculo o los Almacenes de Emilio Ferrera.
El edificio Vulcano, en honor al romano Dios del fuego, fue construido en 1893 por el rico almacenista Andrés Rodriguez bajo proyecto del arquitecto Trinidad Cuartara, sobre los cimientos de una antigua casita donde tuvo consulta el sacamuelas José Machado que quedó maltecha por las aguas asesinas de de 1891. Fue el primer edificio modernista de dos plantas de Puerta Purchena que daba a la antigua Avenida de Versalles y Rambla Alfareros.
Al lado estaba la casa comercial de Plata Meneses de Antonio Abad, la casona de Ginés Orozco y al otro lado, el Parador de Los Alamos, antecedente de la célebre Casa de Las Mariposas o Torre de Rapallo. A las dos plantas originales, en los años 30 se le añadió el remonte de una nueva altura realizada por Guillermo Langle.
La casona, en la que destacaba sobre todo un mirador con cristalera de colores, fue adquirida en 1928 por el exportador de uva y naranja Guillermo Rodríguez Felices que era oriundo de Pechina, donde había sido alcalde. Estaba casado con Carmen Sáez Alonso que, al no tener hijos, adoptaron a una sobrina nieta, Angeles Martín Rodríguez. En ese tiempo estaba ubicado en los bajos del edificio Tejidos La Africana, de López Payán, y la Sastrería Inglesa del maestro Juan Bedmar, a los que tomó el relevo en 1936 la Ferretería Vulcano del empresario Fernando Fernández Morales, quien antes había regentado El Llavín, en la calle Granada y también la antigua Bollería suiza en la Plaza Canalejas.
Durante la Guerra, el Comité de Milicias requisó el edificio y lo convirtió en la oficina de la Aviación republicana. Don Guillermo recuperó el edificio y al fallecer lo legó a su sobrina casada con Manuel Escámez Morales, de Almacenes Escámez, que continuó con su familia habitando el palacete. Junto a Vulcano, donde trabajaban como dependientes lo hermanos Ramón y Manuel García Carrique, estuvo también el bar Zabala. Tras el derribo del edificio, Vulcano se trasladó al edificio Tauro, unos metros más arriba con delegación en Obispo Orberá, 37.
Y así acabó el cuento de aquel edificio que respiró durante 80 años en el rompeolas de Almería, que se convirtió en un símbolo, con su enorme letrero de neón Philips sobre la azotea, donde los Escámez criaban gallinas mientras miraban el lento cambiar de la ciudad: de los urinarios a la fuente de agua, del carro de mulas de Pepe Muriana a los biscúter, de las farolas de gas a los semáforos, del rumor de los puestos de los charlatanes al ajetreo de los comercios modernos, de los serenos a los guardias urbanos, del kiosco del tío Berroncha a la relojería de Troyano, toda una vida desde esa atalaya magnífica que fue laminada hace justo ahora 50 años, porque estorbaba para la fluidez del tráfico de la época.
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