No es este un relato de devociones, salvo que se entienda como tal mi admiración por la mula, animal hoy olvidado pese a haber sido, durante siglos, el mejor y más útil amigo del hombre. Con la mula como protagonista, les hilvano dos historias entre Jaén y Almería, con ecos equinos en todo el suelo español.
A fines del siglo XIII Pedro Pascual era obispo de Jaén, diócesis de complicado gobierno por ser frontera con el reino nazarí de Granada, último reducto musulmán de Al-Andalus. Durante una visita pastoral fue capturado por los moros de Muhammad II y enviado preso a la capital granadina. De nada sirvieron los rescates que se pagaron pues, como buen mercedario, el obispo prefirió destinar esos dineros a la liberación de mujeres y niños cautivos. Martirizado y finalmente decapitado en el año 1300, fue primero sepultado en el lugar que llamaron de los Mártires, campo de la ciudad de la Alhambra. Acrecentada su fama de santidad, al reclamar su cuerpo los cristianos surgió una disputa entre los vecinos de Jaén y los de Baeza -primera sede de la diócesis jienense- pues ambos querían que los restos del prelado fuesen custodiados en sus respectivas catedrales. Para resolver la controversia se decidió montar el arca mortuoria sobre una mula “extranjera y doncella” para que ésta decidiera, por intercesión divina, el lugar donde debía reposar el santo. Ante una encrucijada, la acémila tomó camino de Baeza y, llegada a su templo mayor, cayó muerta. Aquella señal inequívoca determinó el reposo del santo, cuyas reliquias fueron depositadas sobre la puerta mudéjar de la Luna -llamada desde entonces de San Pedro Pascual- y luego llevadas a su altar mayor. Las dudas que pululaban sobre la muerte y sepultura del santo quedaron definitivamente aclaradas por la actuación del almeriense Rodrigo Marín Rubio quien, siendo mitrado de Jaén, dirigió la investigación que culminó con el hallazgo en Baeza de los restos del mártir en 1729.
Dos siglos después de la muerte de San Pedro Pascual, las olas depositaban en las playas de Almería, frente a Torre García, una imagen de la Virgen con el Niño, de cuyo arribo fue testigo el vigía, casualmente llamado Andrés de Jaén. Los signos milagrosos que acompañaron a su aparición suscitaron un pleito entre el cabildo catedralicio y los monjes del convento de Santo Domingo, postulados ambos para custodios de la Virgen en sus respectivos templos. Como en su antecedente aurgitano, sentenció su destino el juez más imparcial: una mula portaría la imagen y, dejada libre a las puertas de la ciudad, elegiría su residencia; deambuló el equino por las calles de Almería, saltó una tapia de las huertas dominicas y, llegado al templo conventual, se derrumbó ante su puerta. Para sumar firmeza a la sentencia, se cuenta que su herradura quedó impresa mucho tiempo en el peldaño de la iglesia. Así reza la leyenda. Sea como fuere, desde entonces se conserva allí la imagen de la Virgen del Mar que, por devoción de los almerienses, fue patrona de la ciudad mucho antes de su proclamación y, el templo de Santo Domingo, su santuario.
A raíz de estos sucesos se ensalzan las virtudes de la mula como humilde pero determinante transmisora de los designios divinos y, paralelamente, se confiere al animal una dignidad natural que lo hace merecedor de nuestro respeto.
En Andalucía sólo he hallado estos dos casos pero existen otros con iguales premisas -una mula, dejada en libertad, decide que camino se ha de tomar, dónde han de reposar los restos sagrados, reliquias o imágenes y, escogido el lugar, se derrumba o muere- de los que sólo citaré de nuestra geografía a San Ramón Nonato, por ser coetáneo de San Pedro Pascual y ambos religiosos mercedarios, cuyos restos quiso aquella que descansaran en Portell (Lérida). De Portugal cabe nombrar a la Virgen del Cabo o de la Piedra de la Mula, en Sesimbra y, en la América española, las vírgenes de la Soledad y de la Consolación de Sumampa, la una, patrona de la ciudad de Oaxaca en Méjico y, la segunda, de la provincia argentina de Santiago del Estero. Incluso la fundación de la Compañía de Jesús por San Ignacio de Loyola o la afirmación del Sacramento de la Eucaristía por San Antonio de Padua se debieron a una decisión mular.
El porqué de la elección de la mula como infalible y ecuánime decisora daría para un estudio etiológico más sosegado que no está en el propósito del que suscribe, mero rumiante de estos retazos de Historia. Junto a la consabida terquedad en sus decisiones, quizá fuese escogido este animal estéril por ser ejemplo de abnegación y sacrificio, por tener fama de defender a su jinete o saber siempre dónde está el pesebre de su amo y, quizá, por todo ello, también figure en la iconografía popular adorando al Niño Jesús en su nacimiento y los obispos españoles tomaran posesión de su cargo montados en una mula, tradición que hoy sólo persiste en las diócesis de Sigüenza y Orihuela-Alicante.
Indiferente resulta que se trate de mitos o leyendas si efectivamente cumplen con su cometido: reforzar una creencia o disposición y que ésta perdure en la memoria. Además, las leyendas son siempre más bellas que la fría realidad, de ahí su permanencia, pues la belleza tiene el poder de conmovernos y transmutarnos.
Pese a su protagonismo, por ser la mula humilde y generosa -lenguaje muy ajeno al nuestro- nunca ha reclamado ni recibido reconocimiento alguno, que va siempre a sus parientes el ennoblecido caballo o el burro emotivo, cuando en justicia, sea sólo por sus siglos de esforzado servicio, debería tener un monumento en cada ciudad y cada pueblo de nuestras latitudes en el que rece esta escueta leyenda: “Gracias”.
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