Villa Cajones fue la respuesta popular a las casetas de pago de los balnearios. Aquel arrabal era hijo de la posguerra, de la austeridad más extrema, de la imaginación de los pobres que querían tener derecho a cambiarse de ropa en la playa, como los privilegiados que podían pagarse los vestuarios del Diana y del San Miguel.
Villa Cajones fue el sueño veraniego de las familias humildes que a fuerza de tablas y uralita fueron levantando aquel barrio al margen de las ordenanzas municipales y de la propia ley de costas. Representaba el chabolismo playero más absoluto, un suburbio que nació con vocación de caseta y acabó convirtiéndose en el hogar de muchas familias que no tenían la posibilidad de habitar una vivienda decente.
Tenía además un aire de poblado fantasma, que en los inviernos se convertía en un espectro, golpeado por los temporales y en el verano resucitaba cuando empezaba la temporada de los baños.
Formaba parte de la playa de las Almadrabillas. Era el eslabón miserable que unía los dos balnearios, un grano que le salió en la frente al Ayuntamiento. Cuando a comienzos de los años sesenta queríamos ser una villa turística, la primera imagen que ofrecíamos al visitante era la de las playas sucias por el mineral y en medio la pesadilla de Villa Cajones.
La zona noble de las Almadrabillas era la parte central, donde construyeron el Club Náutico, donde había reinado el Diana, donde durante años permanecieron, como reliquias de otro tiempo, las viejas cuerdas del balneario a las que se agarraban los bañistas que nunca aprendieron a nadar.La playa se prolongaba hacia la zona de Levante y terminaba a los pies del espigón de hierro que formaba el Cable Francés, frontera entre las Almadrabillas y San Miguel, línea divisoria que separaba la ciudad de las afueras. En ese último tramo de playa aparecía Villa Cajones, con su nombre popular cargado de ironía, en referencia al aspecto de las destartaladas casetas que se habían ido levantando de manera desordenada sobre la arena, formando una caótica urbanización.
Eran barracas hechas con cajones y palos, y en algunos casos reforzadas con uralita, que en los meses de verano se convertían en improvisados vestuarios. Durante la temporada de invierno, aquellos parajes se quedaban desiertos y la playa de Villa Cajones se iba alejando de la ciudad hasta quedarse aislada, envuelta en esa atmósfera turbia que adquieren los lugares abandonados.
La soledad era cómplice de vagabundos y gentes de mala reputación que merodeaban por la zona en horas prohibidas. Por allí se dejaban ver, a la caída de la noche, algunas prostitutas rezagadas de las que llegaban hasta Ciudad Jardín para ofrecer sus servicios debajo del puente de los arcos. Por allí patrullaba, envuelta en sus tristes capas, la Guardia Civil que recorría la línea de playa desde el Zapillo hasta la explanada del puerto. Impresionaba ver a aquellos hombres armados, envueltos en los tricornios y la ropa de invierno, cruzar al anochecer por la soledad de la playa.
Todos los años Villa Cajones resucitaba en verano. Las familias llenaban sus barracones y allí pasaban los días con la misma sensación de felicidad del que tenía un chalet en la primera línea de la playa. La pobreza se maquillaba con las ganas de sobrevivir y la alegría de los niños rebozada en agua y arena.
La historia de Villa Cajones también se escribía en invierno, cuando llegaban los temporales que amenazaban una y otra vez con llevarse por delante los barracones. Cada vez que el viento empujaba al mar hacia las casetas, llevándose por delante la playa, las autoridades retomaban el viejo proyecto de tirar de una vez por todas las chabolas. En la tempestad del mes de febrero de 1963 el oleaje puso en peligro la vida de cuarenta personas que habitaban siete barracas de Villa Cajones. Aquel incidente precipitó los acontecimientos y cinco años después, en el mes de septiembre de 1968, las palas se llevaron por delante aquel suburbio playero pegado al mar.
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