Las cruces de mayo eran una fiesta minoritaria, a veces el capricho de un grupo de vecinos que adornaban un patio o engalanaban las rejas de una ventana a su libre albedrío. Manteníamos la antigua tradición de la niña que se vestía de maya envuelta en mantones y flores y pedía una pesetica a todo el que pasaba, pero se trataba siempre de celebraciones improvisadas que no formaban parte del calendario oficial de fiestas.
En los años ochenta se produjo el desembarco de las cofradías, que con buen ojo intuyeron la posibilidad de hacer negocio y engordar sus escasas cuentas montando un bar alrededor de una cruz. El invento funcionó con tanta fuerza que en los años noventa la fiesta de las cruces empezó a tener tanta fuerza como cualquier noche de feria.
Una ola de sevillanismo transformó nuestras costumbres y no existía una sola cruz donde no sonaran las sevillanas de moda que todo el mundo se sabía de memoria. Cuando se escuchaban los primeros acordes del Cántame de María del Monte o del Candela del Maní, las improvisadas pistas de baile de nuestros patios y nuestras cocheras se quedaban pequeñas para recibir a tantos artistas.
Los hermanos López Jerez
Aquello fue una revolución absoluta, propiciada en gran medida por la aparición en escena de una nueva televisión, Canal Sur, que desde sus comienzos propagó las costumbres y las tradiciones sevillanas al resto de la región, como una moda a imitar. Así, inmersos en aquel torbellino de cruces con flores, farolillos, sevillanas y vino fino empezaron su camino los hermanos López Jerez, que este año están celebrando su veinticinco aniversario como rocieros practicantes con carriola. Sus primeros pasos fueron en las cruces de mayo, donde aprendieron a bailar sevillanas y donde una tarde descubrieron un cartel que les cambió la vida. Una de las cruces tenía como adorno, clavado en la pared, un cartel donde se anunciaba la fiesta del Rocío de la aldea de Almonte. Fue como una aparición.
Llevados por el éxtasis del momento, con una copa de fino en la mano y dejándose llevar por el sonido de las sevillanas, se echaron la manta a la cabeza y dijeron: “El año que viene nos vamos al Rocío”. Así lo pensaron y así lo hicieron. En 1990 se montaron en un coche y se fueron a la aldea a mirar, a ver qué era aquella extraña fiesta que desataba tantas pasiones entre los fieles. Fueron en busca de un milagro y lo encontraron: “Nos quedamos impresionados de ver aquella multitud, toda aquella escenografía, era algo nuevo que nosotros no acabábamos de entender porque no formaba parte de nuestras raíces”, recuerda Ángel López Jerez. En 1991 hicieron el camino con la hermandad de Almería y en 1998 se hicieron la carriola que ahora cumple veinticinco años. Desde entonces no han fallado nunca y forman parte de la lista de peregrinos oficiales.
Dicen que no es exagerado decir que el descubrimiento del Rocío fue para ellos como una aparición divina. Desde entonces los dos hermanos tuvieron claro que aquella experiencia no era una moda ni una ocurrencia pasajera, ni una forma de diversión para escapar de la monotonía cotidiana. Entendieron que eran rocieros para toda la vida y se pusieron a trabajar para tener una forma segura y cómoda de hacer el viaje.
Durante años estuvieron trabajando en la fabricación de esa gran carreta que les sirviera de medio de transporte y de hotel. Buscaban algo especial, una gran obra que pudiera acoger a toda la familia, a los doce hermanos López Jerez. Fue un trabajo duro y costoso en el que invirtieron su propio esfuerzo y un millón de pesetas, que entonces era un capital. Además tuvieron que adquirir un todoterreno. El esfuerzo mereció la pena. En mayo de 1998 se echaron a los caminos en aquella carreta que ellos bautizaron con el nombre de ‘El Tamboril de Mar y Rocío’. El mar tenía que salir por algún sitio como nexo de unión de estos jóvenes creyentes tan vinculados a su tierra como a la Virgen del Rocío.
En estos días, los hermanos López Jerez vuelven a estar ultimando los detalles para salir a la carretera en busca de su milagro anual. Les espera la fiesta desbordada, el reencuentro con los amigos, las noches de guitarra y cante y esa enigmática atracción que ejerce la pequeña Virgen marismeña.
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