Adiós al hombre de las mil cartas al director

Se fue Francisco Ortiz Nieto, el prosista plebeyo que más escribió a los periódicos

Francisco Ortiz, en el salón de su casa, con su vieja Olivetti.
Francisco Ortiz, en el salón de su casa, con su vieja Olivetti.
Manuel León
10:22 • 24 may. 2022 / actualizado a las 11:50 • 24 may. 2022

Ha muerto con la Olivetti puesta este jornalero de las cartas, esta 'rara avis' que se ha ido sin querer saber nada del universo digital, demostrando -y de qué forma- como Javier Marias, como Manuel Alcántara, que se puede escribir -seguir escribiendo- con los mismos rudimentos que Virgilio escribió La Eneida hace 22 siglos; se ha ido de este mundo agitado, que él observaba como espectador de una tramoya, Francisco Ortiz Nieto, el almeriense que ha escrito más cartas al director, esa sección rémora que flota invisible como un ala de mosca en las redacciones cibercebos de ahora, aunque hubo un tiempo en el que media Almería leía las cartas al director, se gobernaba con las cartas al director, se indigestaban muchos cafés con leche del desayuno con las cartas al director; se ha ido Francisco, el hombre de las mil cartas, que son más o menos, redondeando, las que escribió a distintos directores de periódicos de Almería. Al que más, a Pedro M. de la Cruz Alonso. No habría recibido el director albojense más cartas dirigidas a su nombre de su madre o de su novia ni aunque hubiera estado tres años enteros haciendo la Mili en Sidi Ifni; se ha ido con 88 años este autor epistolar en su casa de Altamira, con la cabeza en su sitio, dejando tras de sí un rastro de tinta y papel, de carpetas A-Z en el altillo de su cuarto, donde se archivan minuciosamente (se quedaba siempre con una copia de papel de calco) todas esas cuartillas con ideas arrebatadas sobre aspectos diversos de la ciudad; se ha ido este escritor petit suisse sin renegar de su liturgia, de su método, terco como un Mourinho, escribiendo primero unas notas a mano que le facilitaban la asociación de ideas, siguiendo con el ojo lo que la mano ejecutaba y después pasando el boceto a maquina con un refresco y unas aceitunas a su lado y como acto supremo introduciendo la hoja en un sobre, anotando la dirección una y mil veces de su puño y letra y franqueándola por correo. Primero General Segura, después Avenida de Montserrat y por último Avenida del Mediterráneo, edificio Laura.






Se ha ido Francisco Ortiz, con su pelo blanco armiño, con mil achaques -cáncer, corazón, diabetes, úlceras- que no le impedían buscar algún rato al día, como un trapero del tiempo, para poner por escrito alguna idea de mejora de la ciudad, algún reproche consistorial. "Escribir todas estas cosas me cura la depresión" me decía hace unos años. Sobre todo cuando veía la cartita a una columna o a dos enmarcada en las páginas de opinión del diario con su nombre al pie. Porque para él la letra impresa tenía el valor del honor.



Era Francisco un almeriense nacido en Níjar pero criado en la calle Lepanto, que empezó de taxista a los 18 años y se jubiló hace mucho tiempo como encargado del Parque Móvil de la Delegación de Agricultura. Con su aspecto sonrosado y bondadoso de gnomo, este voluntarioso personaje era también un grato conversador en el salón de su casa sobre las pequeñas cosas de la Almería de ayer, de hoy y de siempre. Palabras que no se las llevaba el aire y que luego se convertían en oraciones de sujeto, verbo y predicado sobre la suciedad del Parque, la sequedad de los arbolitos de la Plaza Marqués de Heredia, las huelgas callejeras de basura, la subida de la luz, el oficio de pescador, lo caro que estaba el azúcar en el Pryca y un sinfín de temáticas que brotaban casi a diario con el milagro de la imprenta.



Decía Francisco que cada carta, cuando salía publicada, era como ver nacer a un hijo, como si él fuera un Fénix de los Ingenios rudimentario, viendo plasmadas en el periódico sus humildes notas. La Olivetti se la compró a su hermano que era ejecutivo de tráfico y ya nunca se separó de ella. "A mi el ordenador me pilla ya muy mayor", decía. Tenía, a pesar de los años y de tanta carta ya publicada, la ilusión de un chaval marcado por el acné que empieza a escribir poemas de amor por primavera, entre clase y clase, en un pasillo del Celia Viñas. 



Nació en 1933, en plena República, y sus primeros recuerdos fueron los de la sirena de Oliveros tocando a rebato por los bombardeos. Cuando vivía en la Plaza Santa Rita se refugiaba con su familia en la Iglesia de San Sebastián. Su padre era chófer de Manuel Roig, un transportista falangista encargado de traer los suministros en aquellos duros tiempos de Postguerra. Estudió Francisco en La Salle con compañeros como Simón Venzal, y Rafael Fenoy, con profesores como el Hermano Rufino o el Hermano Andrés.



Después, parte de su vida laboral estuvo ligada al volante, como inspector de la ITV de La Cepa y, por último, como funcionario del Parque Móvil del antiguo IARA.  Su volante y su Olivetti. Esa ha sido su vida, cuando un escritor de cartas al director no era cualquier cosa. Una vez lo llamó Megino, por una huelga de camiones que Francisco había cuestionado en el periódico; otra fue Esteban Rodríguez, que no le gustó que lo llamara llaverito y que le conminara a ordenar recoger los dátiles de las palmeras que afeaban la ciudad; y también Kayros, a quien Francisco le reprochó en una de sus cartas que se bandeara de la derecha a la izquierda. Descanse en paz Francisco Ortiz Nieto, el más humilde y tenaz -como una atocha de esparto- de los escritores plebeyos de la ciudad. 




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