El éxodo festivo del 18 de julio

A comienzos de los años 70 Almería se quedaba desierta el 18 de julio

Los descampados próximos a las arboledas del río en Laujar se convertían en un aparcamiento multitudinario cuando llegaba el 18 de julio.
Los descampados próximos a las arboledas del río en Laujar se convertían en un aparcamiento multitudinario cuando llegaba el 18 de julio.
Eduardo de Vicente
21:00 • 26 may. 2022

Los tiempos habían cambiado de verdad. No era una frase hecha. En 1970 el 18 de julio seguía siendo el día más festivo del año, el día de la paga extra, el día del descanso obligatorio, pero ya no era aquella celebración pueblerina que pasaba por la arena de la playa de las Almadrabillas y del Zapillo, por las sandías enterradas en la orilla, la garrafa de vino, el botijo de agua y las sábanas que protegían del sol.



En 1970 habíamos progresado tanto que hasta la familia más humilde tenía un coche en la puerta de su casa. La clase media ya era mayoría y con nuestro Seat, nuestro Renault y nuestro Simca ya no nos conformábamos con buscar una sombra debajo del puente del mineral o con madrugar para coger un sitio en la terraza del Club Náutico. Teníamos coche y todo un día por delante para explorar otros escenarios y disfrutar de ese pequeño placer de sentirnos turistas sin salir de la provincia. 






En aquellos años la playa seguía siendo el destino preferido por los almerienses para celebrar el 18 de julio, pero ya no solo eran las playas cercanas de la ciudad. La moda nos llevaba a San José, que todavía estaba por descubrir, y sobre todo, a los rincones del Cabo de Gata, donde en 1970 uno podía disfrutar de esa sensación única de sentirse como el primer hombre que pisó por primera vez una playa. Eran muchos los almerienses que cogían el coche y se iban a Cabo de Gata, pero no los suficientes para poblar todo el territorio, por lo que siempre acababas encontrándote con esa atmósfera solitaria que hacía de toda aquella franja costera un auténtico paraíso.



Fue por aquellos tiempos cuando los almerienses empezamos a explorar otros destinos como alternativa a la playa. Los que huían del sol y del mar encontraron un buen destino en la sierra, y como no valía cualquier cerro ni cualquier rambla, acabábamos organizando auténticos viajes para ir en busca de la sierra de verdad, de la sierra con su río reglamentario y su nacimiento, de la sierra con sus árboles y aquella brisa de montaña que según nos decían nuestras madres, y ellas lo sabían todo, era un reconstituyente inmejorable para la salud.



Fue entonces cuando descubrimos Laujar, que para muchos fue un edén y para otros un exilio. Es verdad que allí te encontrabas con un paisaje que no conocías: la naturaleza en estado puro, las sombras de los árboles, la sensación de libertad y de primera vez que te proporcionaba el nacimiento del río, pero  tenías que afrontar un auténtico viaje para llegar a tu destino. Laujar, en 1970, estaba en el mismo sitio que ahora, pero la carretera no ofrecía las mejores condiciones para  para recibir aquel éxodo masivo y para muchos aquella excursión festiva se convertía en una tortura. 



Allí íbamos nosotros, con el Renault 4 de mi padre, subiendo a cuarenta kilómetros por hora por aquel laberinto de curvas que nos tenían que conducir al paraíso. Recuerdo que el viaje se hacía eterno, que echábamos más de dos horas y que a medida que nos acercábamos al final teníamos más ganas de volvernos. Llegábamos erosionados por el calor y por mucho que abriéramos la ventanilla del coche no conseguíamos tomarnos un respiro. 



Cuando desembarcábamos en la explanada que había junto al bosque nos invadía un aire de decepción cuando no encontrábamos un hueco para dejar el coche. Éramos tantos los que habíamos tenido la misma idea, que aquel rincón bucólico de la sierra y el río había perdido parte de su encanto. Después, cuando se nos pasaba el mareo y estirábamos las piernas, disfrutábamos de la fuerza de aquellos parajes, siempre con el permiso de las moscas que acababan sentándose a la mesa a la hora de almorzar. 


Allí pasábamos el 18 de julio, respirando profundamente el aire saludable de la sierra, con los pies metidos en el río, con los mosquitos acechando y con la nevera bien cargada, esperando que llegara la tarde para coger el camino de regreso. Cuando llegábamos a la casa, antes de que anocheciera, la euforia del viaje de ida se había transformado en sopor, como si el peso de todos los 18 de julio vividos se hubiera desplomado sobre nuestras cabezas.


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