Hacerse un hombre no era rentable para un niño. Te hacían hombre antes de tiempo, por conveniencia, y entonces tenías que cargar con una mochila sobre la conciencia que te iba limitando la felicidad.
Llegaba el día en que empezaban a mirarte como un hombre o como una mujer y tú te sentías un extraño, como si de pronto te hubiera habitado otra persona, un okupa empeñado en arrebatarte tu condición de niño.
Llegaba el día en que escuchabas en tu casa aquella fatídica frase de “ya no tienes edad para tanta juguesca”, una expresión que te caía encima como una sentencia y que venía acompañada por un catálogo de obligaciones y responsabilidades que te iban cortando las alas.
Habíamos llegado a esa frontera donde empezaba lo que ahora llaman la preadolescencia, un terreno pantanoso que nos obligaban a transitar cuando aún no nos habíamos quitado el pantalón corto ni habíamos dejado de soñar con indios y jugar con muñecas. Te decían que ya eras grande, que eras mayor, que te estabas haciendo un hombre, pero cuando te peinabas delante del espejo no veías al hombre por ningún lado.
Maldita la gana que teníamos de hacernos un hombre. Qué necesidad teníamos de crecer cuando la infancia nos protegía con su vientre placentero. Lo teníamos todo: el vaso de leche caliente y la tostada hecha cuando nos levantábamos de la cama; el plato de comida sobre la mesa cuando volvíamos del colegio, la ropa limpia y planchada y una calle entera para nosotros, una calle llena de amigos que nos esperaban con los brazos abiertos para celebrar todos los días una fiesta.
La única certeza de que nos acercábamos a la preadolescencia la encontrábamos en la ropa que se nos había quedado pequeña después del último estirón, en la pelusa que comenzaba a asomarnos encima de la boca y en la manera en la que empezábamos a mirar a las niñas. Habíamos pasado de mezclarnos con ellas en los juegos y pelearnos como si fueran uno más de la pandilla, a admirarlas en silencio, envueltos en esa atmósfera subversiva que llamaban deseo.
Solía ocurrir que el deseo se convertía en un problema que no sabíamos resolver. Nos agitaba el corazón de tal forma que nos sacaba de nuestro universo infantil para llevarnos a un escenario desconocido donde los instintos se sentaban en la misma mesa que el demonio.
El deseo nos quitaba las ganas de comer, nos confundía en los estudios, nos alejaba de la pelota y de los trompos y nos ofrecía un sendero sugerente al que no podíamos renunciar. El deseo era un laberinto del que no sabíamos escapar.
Llegaba el día en que nos habíamos hecho un hombre en contra de nuestra voluntad. Cuando tu madre te decía: “Cuida de tu hermano”, ya estabas asumiendo que te ibas haciendo mayor, que empezaban a colgarte las responsabilidades sin haberte preguntado antes.
El día que te regalaban el primer reloj te estaban diciendo también que ya no eras un niño. El primer reloj nos cargaba de responsabilidad porque era una forma de que tú mismo aprendieras a controlarte. Cuando llegábamos tarde después de jugar en la calle, siempre teníamos a mano la coartada de que no se nos había ido el santo al cielo, que no sabíamos la hora que era. El primer reloj nos cerraba aquella puerta y no nos dejaba escapatoria, nos convertía en centinelas de nosotros mismos y entonces comprendíamos que algo estaba cambiando de verdad.
La preadolescencia se iba colando por nuestras ventanas sin que nos diéramos cuenta. Un día, un familiar nos decía: “Se te está poniendo voz de hombre” o te preguntaba si ya tenías novia, y nos dejaba confundidos, perdidos en ese territorio de nadie que surge cuando empiezas a dejar la infancia atrás.
El momento más duro llegaba cuando a la hora del almuerzo tu padre te preguntaba qué tenías pensado hacer con tu vida y nos recordaba que en su casa no quería vagos, que o te tomabas en serio los estudios o te ponías a buscar un trabajo. El porvenir nos golpeaba con un gancho al corazón y nos dejaba tumbados sobre la lona. A nosotros, que solo sabíamos vivir el instante, que no entendíamos el pasado y menos el futuro, nos hablaban del porvenir.
El porvenir nos llenaba la cabeza de negros nubarrones y como en las películas que veíamos los domingos en el cine, nos colgaba el cartel de ‘The End’. Sí la infancia se había acabado. Tenían prisas porque dejáramos de ser niños, sin saber que nunca dejaríamos de serlo. Por muy deprisa que pase el tiempo, por muchos saltos que dé la vida, la memoria de la infancia es inmortal, se lleva grabada a fuego y va marcando cada paso que damos.
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