Todo está vencido. Noche de autos. 11 de mayo, 2022. Granada, de cruces, espiritual, cristiana y mora, joven y seductora, sucumbe a la primavera. Alguien no puede dormir en su humilde piso de joven investigador. Le gustaría estar sentado en el muro del Mirador de San Nicolás a ver si aparece el emir en su reino nazarí. Añora una silla de pueblo y de verano desde donde, como cada agosto, se ven lagrimear los luceros por San Lorenzo.
La excitación se entrega a la fatiga. Alguien entorna los ojos. Cae ahora la tarde con parsimonia en un lugar de Los Filabres. El siglo XX acaba de aterrizar. El tiempo aquí no tiene demasiada prisa. Oh, bella rutina: una madre llega temprano a las puertas del CEIP San Sebastián de Lubrín a cargar con la mochila de su hijo. Como cada día. Allí, calles empinadas y olor a rosquillas, Doña Juana Almansa lidia con sus niños en el juego cíclico de la vida. Uno de ellos, él. Y, junto a él, Alfonso. Y Juan. Y Matías. Y Matthew. Son los amigos de Antonio, Antonio Fuentes Fernández (28-08-1993), el joven lubrinero, con ascendencia de Uleila, que ha formado parte de uno de los mayores descubrimientos de la astronomía moderna: dar a conocer al planeta la primera imagen de Sagitario A*, el misterioso agujero negro que reina en el vacío de nuestra Vía Láctea.
Es mayo, Ucrania resiste el oprobio ruso, el virus prepara su penúltimo asalto y decenas de periodistas están ya avisados: el día 12, en la sede madrileña del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), algo va a pasar. Pero Antonio huye de la angustia que precede al anuncio y, en su hipnosis, son las nueve de la noche de un día tranquilo de hace veinte años. Ajeno al mundo que está por llegar, juega a ser mago como Harry Potter, aunque sus ratos más atrevidos son con las animaciones japonesas y vuelve a enchufar la videoconsola. Tal vez del Señor de los Anillos aprenda otra vez a caminar en su Tierra Media. Porque en su Tierra Media, en la bucólica pedanía de Rambla Honda, se enseñorean los montes. Y hay un viejo en su acequia soñando el agua pasar. Y despiertan del letargo las aves que sestean en los ramblizos. Y el sol se abriga en su guarida. Es la noche. Y es el silencio. El casi silencio, solo roto por la agudeza de una azada, que recoge ya su faena. Frente a los ribazos, entre las tierras abancaladas, se escapan las sombras huidizas de blancos cortijos, alguna pita, almendros valientes y olivos consentidos.
Y allí, a la vera de una casa de campo, un chiquillo parece aburrido. Serio y circunspecto. Mas no se aburre. Como tantos niños criados en el estado emocional de la naturaleza, su habilidad en el cálculo nace de ese equilibrio, la equidistancia entre el tedio y la reflexión. Mira el chiquillo cómo emergen las estrellas en su increíble firmamento: “Yo recuerdo sentir fascinación por el universo desde que era muy pequeño en las imágenes que veía en revistas, películas, televisión”, dice a La Voz.
Eso pensaba el joven la noche de autos. Pero el jueves, a las 15:39 minutos, Antonio Fuentes, del Instituto de Astrofísica de Andalucía IAA-CSIC, estaba milagrosamente tranquilo cuando anunciaba, ante una legión de medios, que el agujero negro, cuatro millones de veces más masivo que nuestro Sol, tiene forma de anillo de plasma brillante. Han hecho falta varios telescopios en distintas partes del planeta, conectados a uno virtual tan grande como la Tierra, y el empleo minucioso de algoritmos para reconstruir “miles y miles de imágenes”. El rostro visible de Sagitario A* es el fruto del trabajo colaborativo de 300 investigadores dentro del proyecto Telescopio del Horizonte de Sucesos (EHT): “Sentamos las bases de futuras imágenes que nos permitan entender cómo se forman los chorros de plasma relativista. Y ya no solo imágenes estáticas, sino películas del material que está orbitando alrededor del agujero negro en tiempo real. Ese material da una vuelta completa a Sagitario A*, en mucho menos tiempo. Eso nos ayudará entender cómo es la física de esos agujeros negros”.
A las 16:32 del 12 de mayo, cuando todos los titulares apuntaban al hito histórico con la tipografía de las insignes noticias y la conferencia había terminado, sonó el móvil en Rambla Honda. Quien lo cogió fue Rosa, su madre, la misma que cuidaba del huerto mientras él visionaba las constelaciones. Y después su padre, Paco Luis, de quien aprendió el oficio de la constancia. Luego fue Rosi, su hermana, desde Dinamarca, quien lo bajó del árbol de la ciencia. Y, en cascada, una lluvia de washapp fue calando en su agenda como el torrente baja, de vez en vez, por las sedientas ramblas de la aldea donde un día, aliado el cielo y amigo el tiempo, soñó con comprender qué había ahí arriba.
Pasadas tres semanas, Antonio ha relajado su rictus. Flequillo de Erasmus polaco y barba de estudiante noctámbulo, el joven matemático y astrofísico almeriense reivindica la humildad como terapia porque entiende que la ciencia no lo explica todo. Se atreve hasta con un tópico: “En algún momento descubriremos que hay algún tipo de vida a un nivel muy básico, pero no tenemos constancia de que haya vida inteligente. Los seres humanos seguimos buscando. Con la tecnología que tenemos hoy en día, creo que sería muy difícil encontrarla”, sostiene.
Antonio se sentará pronto ante un banquillo. El que califica la excelencia. Antes de final de año defenderá su tesis doctoral sobre el agujero negro Sagitario A*, bajo la mirada perspicaz de José Luis Gómez. Luego, cuando pase la Nochebuena en el frío invierno de Rambla Honda, Antonio cogerá su maleta peregrina para emprender su próximo viaje. Esta vez a la Universidad Técnica de California. Tres años, una beca y Dios (Causalidad-casualidad) sabe qué destino.
Mientras eso pasa, Rosa seguirá regando en las horas de sombra y Paco Luis deberá perder el miedo al avión. Y al agua. Y cada tarde de calor, en la canícula, Antonio regresará a su cielo de niño tranquilo en busca del orbe fantástico por el que tantas noches viajó para atrapar respuestas imposibles.
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