Por aquel camino, al que los más optimistas llamaban carretera, la ciudad se iba diluyendo en una atmósfera de vega y mar que desembocaba en el río. Pasabas las casas del Zapillo y el paisaje se transformaba, como si de repente el pulso de la vida se detuviera y entraras en otra dimensión en la que ya no mandaban ni el ruido de los coches, ni los semáforos, ni las ordenanzas municipales.
Dejabas las casas de los pescadores y te encontrabas de golpe con la naturaleza y la vida rural que aguantaban el empuje brutal del progreso y sobrevivían entre las chimeneas y el humo diario de la Central Térmica. Es verdad que era un mundo en retirada, que los cortijos y los bancales y las balsas retrocedían para no volver jamás, pero seguía allí, aguantando el paso del tiempo, recordándonos que aquel territorio llevaba impreso el alma de la vega y la huella del mar. Por eso, cada vez que el viento de poniente azotaba con fuerza el litoral, la mar gruesa llegaba con las escrituras en la mano y se tragaba aquel trozo de playa que desaparecía como si no hubiera existido nunca.
La fuerza de las olas iba erosionando el pequeño acantilado de la carretera y durante varias semanas no quedaba ni rastro de la playa y el camino se quedaba intransitable para los coches. En el mes de diciembre de 1965, el oleaje se comió la playa y la carretera se quedó reducida a la mitad, lo que obligó a las autoridades a meterse en obras. Para colmo de males, un reventón en la tubería de agua potable abrió un cráter como si hubiera caído un meteorito del cielo.
En el mes de abril de 1966, el Pleno municipal acordó que se cumpliera la orden del Ministerio de Obras Públicas para la regeneración de la playa, desde la Térmica hasta el balneario de San Miguel.
En aquellos años ya se pensaba que esa zona de la ciudad estaba llamada a ser la más bella ruta turística y residencial de Almería. Por allí tenía que pasar el crecimiento urbanístico y también el desarrollo turístico. Para facilitarlo, se estaba construyendo un gran complejo residencial, el Hotel Alcazaba, un edificio de doce plantas de altura, propiedad del empresario José Artés de Arcos, frente a la playa de la Térmica. Este proyecto acabó convirtiéndose en una residencia de ancianos.
Los domingos de verano, cuando los almerienses ocupaban todas las playas cercanas, desde el Cable Inglés a la boca del río, aquel camino entre la vega y el mar era un sendero de contrastes. Por allí se cruzaban los Seat 600 que estaba de moda, cargados de familias con neveras y sombrillas, con los carros de mulas que iban y venían de la vega repletos de verdura y de alfalfa.
Aquel trozo de orilla entre el Zapillo y la Térmica no era precisamente Copacabana y llamarle playa parecía exagerado, porque no pasaba de ser una franja de tierra y arena que descendía desde la carretera hasta el mar, con solo unos metros de anchura. Pero los almerienses de aquel tiempo no éramos delicados y nos conformábamos con tan poca cosa que no nos importaba mancharnos de aquel limo oscuro que llamaban arena ni zambullirnos en un charco de agua caliente donde un cartel de peligro nos avisaba de que estaba prohibido bañarse. También estaba prohibida la playa pequeña del Cable Inglés y todos los veranos se llenaba.
La playa de la Térmica, con su tierra pegajosa y oscura, con la carretera pegada a la orilla y con el humo de la Central Térmica perfumando el ambiente, llegó a ser un lugar de culto para muchos bañistas que acudían al calor de sus aguas, que según la rumorología popular, eran cosa santa para aliviar los dolores de las articulaciones.
Pero los tiempos estaban empezando a cambiar y el proyecto del futuro Paseo Marítimo empezó a tomar forma. Llegaron los espigones y detrás, muy lentamente, las obras que comenzaron a transformar definitivamente aquellos paisajes. El Hotel Alcazaba no llegó a funcionar nunca, pero sí se puso en marcha una gran urbanización, la de Nueva Almería, cuyo desarrolló precipitó la modernización de aquel distrito.
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