Son las ocho de la tarde. Cuesta respirar. Es sábado, no corre el aire y hemos superado los cuarenta grados con un viento de poniente severo y angustioso. Alguien piensa en dormir esa noche donde sea, menos en la cama. Ni los ventiladores calman el ahogo. En la orilla de la playa de bolos negros arriban los últimos viajeros de San Pedro.
Mochilas a cuestas, bolsas de plástico con los sobrantes y la piel dorada por el martirio del sol. En la orilla juegan a las cartas seis chicas veiteañeras con acento castellano. Compiten en tatuajes y en belleza. Y en la orilla, también en la orilla, hay una mujer ausente, tumbada entre las piedras, con un traje amarillo y verde, concebido para un guerrero mediodía festivo y castigado por el estrés de una sucesión de bailes en no sé cuántos encuentros de caminos.
Deambulan por las callejuelas que dan al paseo del mar los primeros turistas sin bañador. A su lado, algunos niños, vestidos ya de feria, con sus polos de verano sin plancha. Caminan a la par los primeros viejos que huyen de la canícula,, en busca de la Rambla del Cuervo o del sendero de Rodalquilar, esos sabios que esconden sus alas al sol y, la caer la tarde, se desfogan para empezar a vivir el reinado de la luna.
Entre unos y otros, como si no fuera con ellos, hay un señor gordito y familiar -reclama- que prepara el puesto de los patos. Diríase que es el paraíso de los niños si no fuera porque entraron en nuestras vidas las tiendas de Todo a cien y los artículos chinos que se deshacen con la previsibilidad de un reloj suizo. Coloca los juguetes de poca monta en la pared de los cacharros baratos -cuatro euros, cuatro patos- y sus peluches llamativos están ya coronando el frontal de aquel valle de ilusiones.
En frente, dos africanos altos y robustos han elevado ya sus tiendas y una mujer muy graciosa se está probando varios sombreros ante la mirada cachonda de su hija. A cierta distancia sonríe un hombre bajito. Podría ser por lo cómico de las poses de la señora, que trabajo le estaba dando al pobre africano, pero no era por eso.
La mujer de amarillo canario y verde limón avanza ahora por el boulevard de la feria. Un hombrezuelo luce una camisa larga rosa, remangada, arrugada y con manchurrones de calimocho y sudor, y un pantalón corto ahogado por los lamparones, de color crema. Se apoya en el hombro de la muchacha como si fuera el respaldo de una tabla de surf. El hombre bajito se ha sentado en un banco, junto al puesto de los patos, y parece un mochuelo girando la cabeza al encuentro de experiencias. Su mujer no se decide y sigue probando sombreros sin reparar en que la paciencia del dueño debe tener fin y su hija se ha comprado unas gafas de sol que dan el pego.
El de la camisa rosa le está dando la tarde a la mujer festiva, que apenas aguanta el peso de aquel cuerpo pesado de borracho. Su borracho.
El borracho se para y saluda al de los patos que, con no poca delicadeza, hace un gesto de afirmación. Baila el borracho algo de Los Chichos creyendo que la fiesta no se ha ido. La música martillea como un soniquete de fondo, de las profundidades de algún callejón donde a alguien se le olvidó apagar la luz del mediodía. Baila el borracho y cae al otro hombro de la mujer. Y ella no rechista. Ojos al frente. Algún monosílabo. Poco más. El borracho se para, de súbito, porque quiere una pulsera, pero la señora le dice algo que parece serio y, encorvado, el tipo trata de elevar su espina para bajar unas escaleras. La mujer es elegante. No le acompaña el vestido, propio de un allegro de Nueva Orleans, pero aquello es casi eso. El hombre podría ser un ejecutivo de la Meseta necesitado de cachondeo. Le falta estilo y le sobran copas. Se pregunta el señor bajito dónde dormirá aquel sujeto tan gracioso, que el sujeto va para enroscarse en la almohada sin piedad alguna y el aguante de la señora debe también tener límite.
Pero la señora ha de estar muy enamorada. Tanto, que se da la vuelta cuando ya se dirigía al apartamento y convence al de los patos para que abra el puesto antes de las nueve. Estira la caña el borracho, pero ni el pulso ni los ojos vidriosos le permiten acertar. El de los patos, que es muy familiar, sigue colocando, como si nada, osos en la estantería, y parece no cansarse de ver como el primer cliente de la noche no atina ni una sola vez. La mujer de Nueva Orleans quiere ayudarle a sujetar la vara, pero el hombre debe ser tozudo y declina. Que no, que tiro yo, dice el caballero de los lamparones, casi resecos ya, mientras su mujer le limpia la baba de las comisuras.
Son las ocho y media y un buen puñado de niños acuden al acontecimiento. Se ofrecen para sostener la caña, mas la impertinencia se impone. Cuando el de los patos ve que se le escapa clientela suelta una mirada a la mujer. La mujer, que había bebido lo justo, fina de entendederas, tira del brazo del señor, que acaba en el suelo. El hombre bajito sigue riendo en el banco. No lo sabe, pero también tiene lo suyo. El desfile de sombreros aún no ha culminado.
Llega una furgoneta blanca con un joven pakistaní que ha vivido en el barrio capitalino de Regiones Devastadas, un clásico mantero, de los legales, que tan pronto vende pulseras de aspirantes a hippies como coches molones y chillones o aviones que vuelan tan solo una vez.
Ha cambiado la melodía de fondo, ahora hay algo de Ramoncín, cuando abre el chiringo de los globos que explotan con flechas. Se apresura la pareja y, escopeta de aire en mano, apunta a un palillo de los dientes que guarda un tesoro: un utilísimo llavero de Hello Kitty. Son tres intentos, le implora un joven, al otro lado de la locura. Extiende sus manos temblorosas sobre la barra de la camioneta y, zas, como si no fuera con él, ajeno al cuchicheo de la gente, el borracho acierta a darle a un oso marrón, del tamaño de una carta de la brisca. Lo celebra con un beso y un abrazo y un estruendo de saltimbanqui. Se lo lleva de allí la mujer con un empujón y, cuando ya enfilaban la cuesta y se oía el chasquido de la llave del coche, la musica caribeña anochece en la bahía. Vienen los sones de El maño, donde cuatro muchachas buscavidas soportan con estoicismo el duro trago que les toca. El borracho, que mata por un palote mojado en vino dulce, se cuela entre una legión de adolescentes que necesitan bebida rápida para encarar la noche. A un chico con gafas reguetonas no le sienta bien aquello y se enzarza con él al ritmo de 'Qué, qué, qué...''. Le sale el lado vacilón al borracho, que se apodera de una esquina. La mujer, que debe estar muy enamorada, sonríe por primera vez. No era por su borracho, no. El hombre bajito paseaba ahora, circunspecto, cabeza gacha, por el Paseo Marítimo, dos pasos por detrás del séquito de dos mujeres muy bailongas con gafas y sombrero. Ya no ríe aquel señor, harto, quizás, de vacaciones. La mujer de Nueva Orleans piensa que ha llegado la hora de dormir la pava. Ahora, sin embargo, tiene un problema. Se ha encasquetado tres maños y le hace mucho un baile en el antro de donde nacen las mil y unas músicas. Así que deja al marido tumbado en primera línea de playa, le acomoda un rulo de los barquillos en el suelo y le da un besito de buenas noches.
Dicen que el borracho durmió hasta las tres y luego se fue a la discoteca. Dicen que vio a su mujer con las seis chicas de las cartas retando al futbolín. Otros dicen que no se movió del sitio donde su amada le deseó buen retiro.
Pongamos que es sábado y es un pueblo de pescadores donde la vida, a veces, es una feria.
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