Éramos los más pobres en instalaciones deportivas, es verdad, pero los más ricos cuando se trataba de improvisar una pista o un campo de fútbol. Jugábamos al fútbol al final de la Rambla, sobre esa capa de tierra mojada que se formaba con los sedimentos que había arrastrado la última riada o sobre el duro asfalto del puerto, salvando el obstáculo de las vías del tren donde solían engancharse las ruedas de las bicicletas provocando continuos accidentes.
El puerto fue nuestro particular palacio de los deportes cuando llegaba la feria. En los años setenta, como casi todo estaba permitido, como nos sentíamos más libres que ahora, nadie dudaba en la legalidad de transformar un trocico de puerto en una pista polideportiva donde se organizaban grandes partidos de baloncesto y de balonmano. Llegaba Ambrosio Sánchez con sus zapatillas del mercadillo y en menos que cantaba un gallo organizaba campeonatos de gran nivel.
Los espectáculos deportivos eran el plato fuerte en los programas de feria y gozaban del privilegio de poder utilizar el Paseo, nuestra consagrada avenida por donde pasaban las procesiones más solemnes, que dura una semana recibía a equipos de todos los barrios. Era un placer indescriptible jugar un partido de fútbol en medio del Paseo, y sentir que la gente se paraba a mirarte como si fueras una estrella.
No teníamos instalaciones, pero nadie disfrutaba de una Rambla como la nuestra, que lo mismo servía para dejar los muebles viejos que estorbaban en las casas que para dar clases del carnet de conducir o celebrar carreras de motos con el muro de piedra convertido en graderío. Allí se sentaban los espectadores, con las piernas asomadas a ese abismo de cuatro metros que quedaba en el cauce, sin ser conscientes del peligro porque en aquel tiempo nuestro umbral del miedo estaba tan alto que descalabrarse y que te pusieran unos cuantos puntos en la frente era tan cotidiano como coleccionar estampas.
Teníamos una feria llena de deporte con el puerto como escenario principal. Una mañana llegaban los empleados municipales, colocaban un palo de la luz viejo paralelo al agua, lo embadurnaban con grasa y montaban una cucaña para que los jóvenes se jugaran el tipo por llevarse a su casa un jamón o un billete de quinientas pesetas. El premio principal no era la pata del cero o el juego de botellas de vino que se llevaba el subcampeón, sino el honor de salir victorioso de aquella aventura que te abría las puertas del cielo y por un día te convertía en héroe en tu barrio.
En las ferias antiguas la prueba reina que se celebraba en el puerto era el concurso de saltos de trampolín, que se organizaba antes de la captura de patos. Los saltos eran uno de los espectáculos más atractivos en aquellos tiempos y reunía a cientos de almerienses en el puerto. Callejón, Ortiz, Paredes, Colomer, Miras, Valverde...eran algunos de los más célebres saltadores que hacían las delicias del público clavándose rectos en el agua. Pero lo más emocionante de aquellas jornadas no eran las exhibiciones desde el trampolín, sino los saltos que los más valientes ejecutaban desde lo alto de una de las grúas de carga que existían en el muelle; volaban en acrobáticas posturas y terminaban entrando de púa en el mar, ante el entusiasmo de los seguidores. En los primeros años cincuenta las autoridades prohibieron estos arriesgados saltos, no por el temor de que los saltadores oficiales sufrieran algún percance, sino porque aquellos valientes eran imitados después por las pandillas de muchachos, que sin ninguna experiencia ponían en grave riesgo sus vidas.
En la feria de los años setenta el deporte se intensificó en el programa: había pesca, tenis, natación, ajedrez, pelota, regatas, halterofilia, boxeo, hípica y aquel torneo de fútbol que desde 1970 estuvo organizando el empresario Ángel Martínez, con el nombre de trofeo Remasa.
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