En el siglo pasado, como no existían los teléfonos móviles, teníamos que tener puntos de referencia para encontrarnos en el tumulto de la feria. Quedábamos con los amigos, con la novia y con los padres para que vinieran a recogernos en sitios que no ofrecían dudas.
Durante años, la caseta del vino dulce de los maños fue ese punto de referencia que solíamos escoger con frecuencia los almerienses para encontrarnos. Recuerdo que a comienzos de los años setenta los magnates del vino de la feria se colocaban enfrente del Gran Hotel Almería, un lugar estratégico, ya que estaba en el corazón del recinto ferial, a mitad camino entre el Paseo, que era donde empezaba el espectáculo, y el puerto, hasta donde llegaba la tramoya.
Vino dulce había en todos los bares, en cualquier calle, en cualquier barrio, pero por un motivo exclusivamente de contexto, ninguno nos gustaba tanto como aquel Cariñena que queríamos imaginar que salía de los pies de los dos maños de cartón piedra que pisaban la uva en el decorado de la caseta.
Los niños de entonces teníamos vocación por el vino dulce porque formaba parte de nuestra hoja de ruta diaria. Casi todos teníamos en nuestra casa un mueble bar donde se guardaban las botellas de licores de una Navidad a otra y casi todos aprendimos a conquistarlo a escondidas para darle un trago intenso al vino prohibido. “Queremos quina, Santa Catalina”, cantábamos con los ojillos entornados, recordando el anuncio de la tele.
Sí, forzábamos el mueble bar y nos empinábamos aquel vinillo empalagoso que de vez en cuando nos daban nuestras madres mezclado con una yema de huevo para que nos despertara el apetito. El vino dulce nos resultaba tan familiar que los niños éramos clientes asiduos de la caseta de los maños. Íbamos en familia como si fuéramos a una ceremonia, y en cierto modo aquella costumbre de pasar tarde o temprano por los maños en una noche de feria fue para todos nosotros una ceremonia profana que había que cumplir con rigurosidad como cumplíamos entonces con el ritual de la misa de los domingos.
Aquel vaso de Cariñena con su barquillo de canela reglamentario nos hacía sentir que estábamos de verdad en la feria, y si en vez de un vino eran dos, la feria nos llevaba en volandas y nos sentíamos los niños más afortunados de la tierra, a la espera de que se produjera el milagro definitivo y nos tocara un balón de reglamento o una muñeca llorona en la tómbola.
La caseta de los maños fue un punto de encuentro como también lo era la Caseta Popular. Quedar en la puerta de la caseta era una costumbre en aquellos años. Había quien se citaba delante de la estatua de la Caridad, que en aquel tiempo se quedaba integrada en el escenario de la feria o quien prefería un sitio clásico como la Puerta de Purchena, donde todos hemos quedado con alguien alguna vez en una noche de feria.
Mucho más complicado y menos recomendable era citarse en la caseta de los Díaz, sobre todo si la cita era entre las diez y las doce de la noche, cuando había que hacer cola para comprarse un bocadillo.
La feria de aquel tiempo nos parecía inmensa porque llegaba desde la Puerta de Purchena hasta el muelle y el Parque, pero en realidad era una feria tan pequeña y acogedora que más tarde que temprano nos cruzábamos con la persona que íbamos buscando o con la que no queríamos ver ni en pintura.
Los niños, camino ya de la adolescencia, salíamos desbocados por la feria, rezando para que el destino nos pusiera delante la niña que tanto nos gustaba. En un día cualquiera jamás nos hubiéramos atrevido a confesarle nuestro amor, pero en una noche de feria, bajo los efectos del vino de los maños, nos sentíamos dispuestos a todo.
En la feria te encontrabas con el amigo que le habías perdido la pista desde que saliste del colegio y en la feria te cruzabas con algún profesor del instituto que te golpeaba con aquella pregunta fatídica de si estabas estudiando mucho para septiembre y te amargaba la noche.
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