La feria que anunciaba lo nunca visto

Íbamos con la mirada recién estrenada, dispuestos a descubrir toda la magia de aquel mundo

Eduardo de Vicente
09:00 • 24 ago. 2022

Todo nos parecía extraordinario en la feria. Era como penetrar en un túnel del tiempo que nos transportaba a un mundo de fantasía que solo existía en la imaginación y en las películas. Lo mismo te encontrabas con un trilero que te ofrecía en su ruleta un arsenal de relojes que habían dejado de funcionar que con una caseta donde anunciaban el espectáculo de la cabeza parlante.



La feria era el carrusel de lo nunca visto y los niños íbamos con la mirada recién estrenada, dispuestos a descubrir toda la magia de aquella ceremonia extraordinaria. Nos lavaban como si nunca nos hubieran lavado antes, nos ponían la ropa de los domingos y nos llevaban a la feria a celebrar por todo lo alto el bautismo de la ilusión. Recuerdo que de niño podía pasarme una hora parado delante de la atracción del tren de la bruja, con la boca abierta y lleno de miedo y seducción, sin atreverme a montarme en uno de sus vagones. Disfrutaba más imaginando lo que podía pasar dentro del túnel que afrontando la realidad.



La feria era el reino de las mentiras, el refugio del fraude políticamente correcto. Te anunciaban algo que no existía, pero como nadie te obligaba a entrar tú eras el responsable de la decepción. “Con ustedes, directamente llegada de los países del África primitiva, la impresionante cabeza parlante, un prodigio de la naturaleza que tenemos el gusto de presentar al distinguido público de Almería”. 



La cabeza parlante era prima hermana de la mujer sin cuerpo, que para los ojos de los niños era la encarnación en vivo y en directo de los fantasmas de nuestra infancia. El espectáculo consistía en una pequeña caseta escasamente iluminada, donde una cabeza de mujer sobresalía del tablón de una mesa de camilla. Por el efecto óptico que se creaba mediante un espejo colocado de forma vertical, daba la impresión de que la cabeza carecía de cuerpo y gravitaba en el aire mientras respondía a las preguntas del respetable. 



“Pasen y vean, señoras y señores, niños y niñas, a las hermanas siamesas, que este año han causado furor en el lejano Oriente. Nunca antes se había contemplado nada parecido”, contaba la voz de la atracción mientras el público hacía colas delante de la taquilla. Era costumbre entonces que antes de sacar la entrada para una de aquellas atracciones fantásticas, la gente se acercara a los que salían para preguntarle cuánto de verdad había en aquella función. 



Hubo un año en que trajeron a la mujer más gorda del mundo, que según contaba mi hermano mayor, era la misma que en la feria anterior había interpretado el papel de la mujer barbuda. A los niños nos atraía mucho la figura del coloso, el hombre más fuerte del planeta, porque en el decorado exterior se representaba a un gigante que nos recordaba al mismísimo Sansón, aquel héroe de la Biblia que con su fuerza era capaz de doblegar la feroz mandíbula de un león o derribar las columnas de un templo. 



El coloso de la feria se parecía más a cualquier albañil de nuestro barrio que al mito que habíamos imaginado. Más que fuerte estaba gordo; la barra de hierro que doblaba con las manos como si estuviera manipulando un chicle no había visto el metal ni en pintura. 



Lo nunca visto se podía encontrar también en la tómbola, que un año traía como premio mayor un Seat 600 de verdad, ante la mirada incrédula del respetable. Nada que ver con aquella tómbola de posguerra en la que el premio soñado era un pollo saltarín. Era una especie de barraca que olía a corral, cargada con jaulas de madera llenas de pollos. Fue una novedad para el público, que acudía en masa a la rifa en busca del ansiado trofeo. Para las familias humildes, llevarse un pollo a su casa en tiempos donde se pasaba hambre, era un triunfo importante. 


Muchos de los que vivieron aquel acontecimiento, recuerdan todavía la curiosa imagen de las parejas de novios, vestidas con las mejoras ropas que tenían, caminando por el Paseo con un pollo de la mano.  El éxito fue tan rotundo que hasta la popular tómbola de la Caridad llegó a rifar pollos vivos.


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