La ilusión de coleccionar pasquines

Era habitual coleccionar los folletos que las salas de cine editaban para las películas

Eduardo de Vicente
09:00 • 31 ago. 2022

Había tanta competencia, tantas salas de cine, tantas terrazas de verano, que los empresarios tenían que recurrir a la publicidad para que sus negocios pudieran ser rentables. Una forma de dar a conocer las nuevas películas que llegaban a las salas eran los pasquines, los clásicos programas de mano donde el reclamo principal era el cartel de la película con los nombres de sus principales estrellas.



Los pasquines se repartían por la calle, principalmente por el Paseo y en las taquillas. Formaban parte de esa liturgia que rodeaba entonces al cine. Si ir el domingo a ver una película era una ceremonia, coleccionar los folletos de las películas era una auténtica vocación, un acto sagrado para muchos jóvenes que no solo se conformaban con reunir colecciones enteras, sino que los conservaban como si fueran una parte de sus vidas, como el que guarda en un cajón un viejo retrato de familia.



La empresa del Teatro Apolo contribuyó a la fiebre de los coleccionistas y para la temporada 1946-1947 sacó al mercado un espléndido álbum que regalaba a todos los que consiguieran reunir la colección completa. Los pasquines fueron también un libro de texto para los adolescentes, que leyendo el cartel se aprendían los nombres de todos los actores y los directores que estaban de moda.



Los cines eran en aquel tiempo la ilusión de la tarde de los domingos, como lo eran en verano las terrazas que también se repartían por todos los barrios para acercarnos las películas de reestreno del año anterior a un precio más económico y con el aliciente del bocadillo y el refresco para la cena. 



Ir al cine tenía un aire de solemnidad, de acontecimiento extraordinario del que disfrutábamos una vez a la semana como mucho y siempre que nuestro comportamiento hubiera sido correcto. Nuestras madres solían amenazarnos con no dejarnos ir al cine si no nos habíamos portado bien durante la semana.



Ir al cine era mucho más que sacar una entrada y sentarse en una butaca a ver una película. Era un acto litúrgico que empezaba en el momento en el que íbamos por la mañana a ver las carteleras que habían colgado en la fachada principal del cine, y cuando una hora antes de la sesión nos encontrábamos con el grupo de amigos para compartir la ceremonia. Porque al cine se iba siempre acompañado para poder contarnos después los unos a los otros, las escenas más impactantes.



Era emocionante contemplar los fotogramas más llamativos en los que el muchachillo, si era  del Oeste, se medía en duelo contra el forajido con cara de criminal, o el momento en el que el galán de la historia besaba a su amada en una película romántica. La verdad es que a los niños no nos gustaban demasiado los dramas ni las historias de romances de las que llamábamos “películas de amores”. Preferíamos las de pistoleros, que eran el alimento diario de las terrazas veraniegas, y las de los piratas que nos llevaban con ellos a navegar por los mares del Caribe en busca de grandes tesoros. 



Las carteleras que colgaban en las fachadas de los cines eran distintas según la sala. Las de las terrazas de verano eran humildes pizarras rodeadas de fotogramas, mientras que las de los grandes cines: El Cervantes, el Reyes Católicos, el Imperial, el Liszt, el Roma o el Moderno, aparecían enmarcadas y en grandes dimensiones. Hubo un tiempo, a comienzos de los años setenta, en que el cine Roma utilizó una parte de su fachada para anunciar la película de la semana con un mural espectacular pintado a mano por el artista almeriense Robles Cabrera. Aquellos cuadros gigantes eran auténticas obras de arte que si se hubieran conservado hoy merecerían formar parte del museo del cine. 


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