Estaba el enjuto Francisco Pérez Cordero -a la sazón gobernador de la amanecida postguerra almeriense- almorzando con un colaborador unos huevos a la aurora en un reservado del Puerta Real. Mientras daba cuenta del plato, atendido por un camarero exclusivo, con traje blanco y pajarita negra, cuestionaba acaloradamente algunas de las decisiones que estaba adoptando el alcalde Vicente Navarro Gay en esos primeros días en que había cesado ya el plomo.
En el reservado contiguo, separado por un tabique de tres cuartos, otro cliente se calentaba el cuerpo con un plato de caldo y cuando se hartó de oír al vecino gerifalte, agarró la sopera hirviendo y la vació por encima del tabique en la cabeza del camarada Pérez Cordero, quien no sabía de dónde le venía esa fina lluvia de fideos. El agresor era legionario y, por más señas, hermano del primer edil.
En esos primerizos restaurantes almerienses de langosta thermidor y champán francés, en esos figones exclusivos era -más que en los despachos de la Plaza Vieja o del Gobierno Civil- donde se tomaban las decisiones que iban modelando la ciudad y la provincia.
Los señores de la uva, los industriales del hierro, los diputados de distrito, los jueces y médicos especialistas y hasta los poetas de nuevo cuño necesitaban- conforme la ciudad se desprendía de la pátina decimonónica de los cafés y de las peñas como el Costum o el Círculo- unos restaurantes a la europea, donde se pudieran comer platos con tenedor, atendidos por cameros de librea y un teléfono de baquelita colgado en la pared para poder poner una conferencia con el Covent Garden londinense. Así nació el primero de esos restaurantes de nombradía, que daba un paso más respecto a las bodegas, bares y fondas que se conocían entonces. El Puerta Real, en la calle Marín, junto a la Plaza Vieja, lo montó en 1910 Antonio Rodríguez Sánchez, un aventurero con empuje que vio que la ciudad había evolucionado, que ya no se conformaba con esos bares de platos apresurados y que había carteras dispuestas a gastarse lo que hiciera falta por un servicio esmerado.
Fue el Puerta Real -más conocido como Casa Berrinche- el Sevilla o el Club de Mar de nuestros días o el Juan Pedro de hace unas décadas, un selecto restorán, con servicio a la carta permanente, donde se comían de lujo perdices en pepitoria o bacalao a la vizcaína, donde se bebían vinos de Jerez y de la Mancha y se daba cuenta de buenos puros caliqueños en las sobremesas, mientras se escuchaba música en una gramola.
El propietario estaba casado con María Manzano Maldonado que lo dejó viudo y con un hijo, Antonio, en la terrible gripe de 1918, volviéndose a casar poco antes de la Guerra con María Muñoz.
Al tiempo que el Puerta Real, abrió también la Venta Eritaña, en lo que eran entonces los confines de la ciudad, aunque al principio más como venta de carros que como el aseado restaurante con terraza que fue después.
Esa nueva costumbre de las comidas de negocios entre los ricos almerienses hizo que en el amanecer de los felices años veinte abrieran otros establecimientos con pretensiones como La Campana, de Manuel Sánchez Clemente, en la Plaza del Carmen, Los Quinteros, en la calle Trajano, de Rafael Moreno Salinas, El Nido, vecino del Puerta Real, de José Fernández Peralta, al igual que El Triunfo de la Corona, de Antonio Bisbal Felices, El Mirador, de Antonio Oliver, en el Paseo de San Luis y, sobre todo, El Montañés, de Carmelo Briñón, en la calle Sebastián Pérez, el más duro competidor en cenas y banquetes pantagruélicos de Casa Berrinche.
Pero toda esa elegancia natural de la clientela del Puerta Real, todo ese aire distinguido de corbatas de seda y gemelos de oro durante el día, se disolvía como un azucarillo cuando llegaba la noche. Era entonces cuando Berrinche se travestía en un abrevadero de truhanes donde aparecían guitarras y botellas de orujo, entre fulanas del barrio vecino y cantaores de tarantas.
Todo ese golferío excitado por las botellas de licor se extinguía como una brasa conforme se iban haciendo las claras del día. Y de nuevo volvían las cocinas a perfumarse con el sabor del marisco de la bahía, con la carne de membrillo y con los guisos a la parisien que siempre probaba el patrón con un cucharón de madera antes de servir en platos de porcelana.
El dueño del Puerta Real nadaba en la popularidad, era el anfitrión de los más distinguidos agasajos en esa Almería uvera y minera. Y engolfado en el éxito se quedó también con el ambigú y el comedor del Balneario Diana de la familia Jover.
Allí organizó el banquete al victorioso novillero José López Iguiño, con Relampaguito y Ulpiano Díaz de comensales; allí se gastó 500 pesetas de las de entonces para celebrar el cumpleaños de su vástago Antoñito; por allí y por el Puerta Real pasaron todos los diputados y senadores que visitaban la ciudad, todos los obispos y canónigos que preferían no saber lo que en esos mismos reservados se hacía por la noche.
Fue el Puerta Real, el Berrinche, el primer restaurante moderno de Almería, el templo de la doble moral, hasta que en los años 50 y 60 fue languideciendo hasta su cierre. Hoy día la manzana donde estuvo el Berrinche sigue siendo uno de los epicentros de la gastronomía almeriense de fin de semana, colonizada por una amplia nómina de bares y terrazas.
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