En aquel tiempo en el que nació Diego Rodríguez en La Cañada de San Urbano, el pan era como el jamón ahora para nosotros, y el jamón, claro, era tan inalcanzable como la luna; en ese tiempo remoto, en el que Diego fue creciendo junto al molino maquilero de su padre, en esa aldea laboriosa de cortijos y establos, los fielatos controlaban como un general los pasos de alimentos de los pueblos a la ciudad; en ese tiempo, también, los carros cargados de haces de trigo sobre el lomo de las mulas aparecían por el Paseo del Príncipe, mientras que menesterosos se dedicaban a coger las espigas derramadas, como quienes recogían pepitas de oro, para después sacar con ellas algún celemín de harina de algún molino generoso.
Durante años y siglos, la principal industria de los pueblos pequeños almerienses, según registra Madoz en su diccionario decimonónico, era la de la harina. Cada municipio contaba con algún molino para abastecer a los vecinos, con ello hacían la creciente que después llevaban a cocer al horno. El molinero cobraba casi siempre en especie (maquila) que después trocaba por pescado, aceite o huevos.
En ese tiempo muchos de los molinos eran hidráulicos, como el del Tarahal en Cuevas: el agua llegaba a través del cárcavo que hacía mover la piedra; otros eran de estilo manchego como el de Fernán Pérez o el del Campillo de los Genoveses.
Diego Rodríguez nació en 1905 y cuando se emancipó de su padre, emigró a Los Molinos de Viento donde encontró a su mujer, María Pardo Forte, con la que tuvo once hijos: Diego, Joaquín, María, Adelaida, Ana, Carmen, Angeles, Josefa, Antonio y Eugenia. Allí siguió haciendo lo mismo que hacía su padre: convertir el grano en harina, el oficio más antiguo del mundo. Era joven y trabajaba como un cosaco día y noche, durmiendo encima de los sacos de cereal, enfrente de la puerta del Ingenio, junto a otros célebres molinos como el de los Díaz.
Hasta que Diego decidió dar un paso tecnológico adelante en su vida cuando le encargó a Guillermo Langle que le diseñara una fábrica de harinas por cilindros, que bautizó con el nombre de San Antonio, y una vivienda, en un viejo solar que había adquirido con unos ahorros en la Avenida Calvo Sotelo, 7 (hoy Avenida de la Estación). Era el año 1944 y el grano estaba controlado entonces por el Estado y se adjudicaba por cupos a través de la Delegación Provincial de Abastecimientos, en la calle Aguilar Martell, y por el Servicio Provincial del Trigo, en el Paseo, cuyo jefe provincial era Pedro García, padre de Goyita García Ahumada, célebre propietaria del Hotel La Perla.
Su día a día era el de levantarse temprano a enchufar las máquinas y empezar a moler el trigo que le traían desde Burgos en vagones de tren hasta el muelle de descarga. Era trigo duro, blando y candeal -el solomillo del cereal- en esos años de hambre viva. En varias ocasiones, el trigo llegó a Almería por barco, era una mies rubia, argentina, como quien la enviaba, Evita Perón, y entonces el Muelle del Puerto se llenaba de sacos que eran cargados en caballerías en dirección a los molinos y fábricas como la del protagonista de esta historia. Diego trabajaba al principio con ayuda de sus hijos mayores. Después fueron ingresando empleados como Juan Mayoral, Luis, el maestro Molinero, un señor menudo que analizaba el grano, y la remendadora de sacos de arpillera, donde se empaquetaba la harina, la sémola y el salvado para los animales. Mientras, la fábrica nunca paraba, los niños de Diego se criaban en la casa contigua con la madre, con el eterno ruido del motor que se regía por un sistema de correas y poleas. De vez en cuando aparecían por la nave los infantes, alborotando, saltando entre los sacos bajo ese aroma denso del grano recién molido. Allí estaban también las tolvas por donde caía el cereal a los silos. Después pasaba al lavadero donde se enjuagaba antes de empezar el proceso de cernido con la dechinadora que eliminaba las sustancias extrañas y la despuntadora que desprendía el gemen que ranciaba y acidificaba la harina.
El trigo, ya esclarecido como una novia, pasaba entonces a los molinos de cilindros que rajaban la semilla separando la sémola de la cascarilla para, en el última paso, afinar la harina resultante a través de unos tamices de seda. El producto listo se pesaba en la balanza y se empaquetaba en sacos de hasta cien kilos. Por la mañana aparecían los panaderos y mayoristas de la ciudad y de los pueblos a por esa harina blanca deliciosa que servía de materia prima para cocer esos panes redondos que tanta hambre saciaron en la pegajosa postguerra almeriense.
En ese tiempo, la fábrica San Antonio, donde hoy está el edificio Piscis y Torresbermejas, tenía enfrente las cocheras de Alsina y la terraza del Tiro Nacional y en su misma acera un almacén de espartos al aire libre donde de vez en cuando se montaba un ring y se organizaban combate de boxeo. Y también un patio de vecinos, que ha existido hasta hace poco, donde vivían, entre otros, doña Carmen Cantón, los Rigaud que después montaron Gladys y Bernardo Hernández, el de los autocares.
El industrial fue acusando con los años problemas respiratorios por el polvillo blanco acumulado durante años en sus pulmones, unido a que las grandes harineras industriales iban copando el mercado. Cerró así la fábrica en 1971 y se dedicó al negocio de una gasolinera en La Cañada. Después, la numerosa prole Rodríguez Pardo se fue a vivir a la Plaza Santa Rita, junto al Chalet del Gitano, donde uno de sus hijos montó un horno para hacer pan que aún existe frente al olivo y la jacaranda de don Juan José Giménez.
Hubo otras fábricas en Almería -la Santa Adelaida de su hermano José, en La Cañada, la de Laureano Godoy en la Carretera Alhadra, la de Manuel Gázquez Pascual en Las Chocillas, la de Belén junto a la Plaza de Toros- pero ninguna gozó del esplendor de la Diego Rodríguez, con sus turbinas a pleno rendimiento, como genuino ejemplo de la pequeña revolución industrial almeriense de hace 80 años.
Falleció en 1987 este notorio industrial urcitano que dedicó su vida a hacer lo mismo que hacían los hombres y mujeres de Galilea, a rebanar el grano y a extraer la harina, néctar de dioses en aquellos años en los que las calles de la ciudad aún herida por la guerra estaban llenas de carpantas.
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