Quién le iba a decir a Diego García Rojas el Picón, terrateniente de la plata de Almagrera, que una nieta suya, hija de su hija Antonia, iba a ser el querubín más deseado por generaciones de tunantes, parranderos estudiantes, menestrales, acólitos del Paralelo barcelonés y solterones burgueses llegados de provincia con ganas de olvidar la hacienda.
María Yáñez García encandiló, durante cuarenta años, a un público que se rindió a sus pies, desde que la vio surgir con sus ojos negros, su pelo enmarañado y su cintura de sílfide por entre los bastidores del Pompeya. Tenía 17 años, y atrás dejaba tres años de hambre viva en la calle de Las Lisas de Cuevas del Almanzora, por culpa de las inundaciones de las minas del barranco Jaroso.
Por eso le costó tanto volver a su pueblo, cuando en la década de los 70, ya retirada de las bambalinas y convertida en leyenda viva del espectáculo, volvió por unos días a la terrera del Almanzora. Pisó de nuevo sus calles, a las mismas que juramentó que jamás regresaría, como Escarlata O’Hara puso a Dios por testigo de que jamás volvería a pasar hambre. Del brazo de su madre, Antonia García Valero, recorrió San Antón, donde enredaba de mocosa con su prima Dolores. Se acordó de los Soleres, los patronos de su padre Ramón Yáñez, un boticario natural de Huétor-Santillán, que penó en prisión por exponer sus ideas más de la cuenta. Y no regresó de nuevo a su ciudad adoptiva sin tocar antes la pila de mármol donde la bautizaron un domingo de primavera de 1.901 y sin hacer un donativo a la Parroquia para el nuevo camarín de la Virgen. Ella, la cabaretera del Molino, que tanta sotana escandalizó en los años del Nacional-Catolicismo, auxiliaba, con sus durillos amartillados a golpe de descaro, a sufragar el ajuar mariano. Todo comenzó una mañana lluviosa de 1913, con el barro hasta los tobillos, la que fue en otro tiempo una familia próspera del valle compuesta por seis hijos, embaló todo su menaje en cuatro maletas de cartón y acurrucados en un carromato tirado por dos mulas enfilaron el camino de levante rumbo a Águilas, desde donde embarcaron hacia Barcelona.
Con quince años, María se puso a trabajar en una fábrica de juguetes ganando una peseta diaria y conoció a un salado mozalbete llamado Pepe que la enamoró. Todavía con acné juvenil, María se convirtió en una recién casada y parió a su único hijo Ramón, pero aborreció a su joven marido y escapó con el bebé refugiándose en una pensión de la calle Conde de Asalto, donde una compañera la introdujo en el Cabaret Royal. El ingenio de la cuevana con la clientela no pasó desapercibido para el propietario del local y atisbando una figura en ciernes del espectáculo la llevaron a que el Gordito, un profesor de baile de la época, le puliera los movimientos de cadera, la caída de ojos y el cimbreo de la cintura. Debutó con un mantón de manila como solo atuendo que se le resbaló por los hombros dejando al descubierto su figura de nácar, tal como Antonia la Picona la trajo al mundo en la calle de Las Lisas. Y así nació la Bella Dorita. Bella por su perfil helénico y Dorita, por una amiga francesa llamada Dorée.
El territorio de María Yáñez, durante toda su vida, fue el mítico Paralelo, trufado de espectáculos, teatros y cafés, donde, en esas primeras décadas de siglo, era constante el aire de fiesta y verbena. Allí, la cuevana comenzó a esculpir con el cincel del trabajo diario su raigambre de estrella. Fue alegría y gozo de hombres y mujeres humildes que con la ropa limpia saboreaban con deleite las tardes de domingo en el Royal, el Pompeya, el Apolo, el condal, el Arnau o el señorial Molino, primero en el escalafón. En 1923, coincidiendo con el inicio de la dictadura de Primo de Rivera, Dorita ya era la principal figura del music-hall Pompeya, a pesar de que el dictador prohíbe canciones tan de moda como La Pulga. A su camerino se acercaban militares como Sanjurjo, políticos como Company y futbolistas como el mítico Ricardo Zamora el Divino, portero de la selección.
Tras la Guerra Civil, se recuperó en el Paralelo la diversión constante. El pueblo pasaba hambre con el racionamiento de los alimentos, pero las ganas de olvidar calamidades y bombardeos lanzaban a las gentes a la calle en busca de las picardías de la Bella Dorita y otros artistas.
María se las veía, antes de traspasar el dintel de los cabarets, con decenas de limpiabotas, cantantes callejeros auxiliados por bocinas, tenderetes de quincalleros llegados de Almería y charlatanes que tanto encandilaban a la Bella con su verborrea e inventiva. En 1951 tuvo la Bella Dorita un pasajero encuentro con la más ilustre de sus predecesoras en el género, Consuelo Portela, la Chelito, que viajó a Barcelona para despedirse de su público.
Sobre las espaldas de María Yáñez recayó también el peso de sacar adelante a su familia y a una sobrina, María Salas, que quedó huérfana. Dorita dormía de día y trabajaba de noche, sin un sólo día de fiesta o de vacaciones. Su debilidad eran las joyas y las pieles que le regalaban infinidad de caballeros influyentes y adinerados. Siempre parecía que en plena actuación la bata se iba a caer, pero nunca se caía. Con sólo enseñarles una uña se volvían locos, desde un payés hasta un duque. Periodistas de la época la compararon con Mae West y la tildaron de Norma Desmond a la española. Toda Barcelona opinaba, para bien o para mal sobre la cuevana universal, comprobando que en ella la obscenidad se redimía con la gracia. Su voz canallesca y la inocencia con que decía las cosas más terribles para la época, se completaban con unos dones germinados para el pícaro cuplé. Cuando la Bella Dorita llegó al Paralelo, muchas de sus compañeras eran chicas de servicio deshonradas por el señorito, sin otra alternativa en la vida que el Cabaret. La cuevana debutó en 1918 y se retiró en 1966, cansada de la censura que interrumpía constantemente sus ensayos. Cantó para la monarquía alfonsina y para las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. La época dorada de la Bella Dorita alcanzó su cenit entre 1940 y 1950. La cupletista cuevana, al igual que Manolete, ayudó al pueblo a olvidar una guerra en tiempos de estraperlo y de necesidad.
Se fue sin hacer ruido, en el ecuador de la mañana de 27 de junio de 2001, sentada en su butaca preferida de la residencia Virgen del Pilar en Barcelona. Tras desayunar café con leche y pintarse los ojos y las mejillas, expiró para siempre María Yáñez la picona, la cuevana más aclamada y que más suspiros arrancó en el escenario durante cuatro décadas.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/246293/vida-y-milagros-de-una-cabaretera-del-almanzora