Llevamos tiempo asistiendo, entre el asombro y un cierto grado de cinismo, a acontecimientos que alteran nuestra vida cotidiana y el orden natural que conocemos de las cosas.
Cuando en marzo de 2020 nos alcanzó el zarpazo del covid-19, una pandemia de esas de las que hasta entonces solo habíamos sabido por los libros de historia, la tachamos de imprevisible e impredecible. Si la sequía se ha instalado de manera pertinaz en nuestras vidas y en nuestras economías sureñas, mientras en el norte empiezan a convivir con ella del todo estupefactos por falta de costumbre, todavía nos seguimos interrogando y mirando al cielo como si este guion solo lo escribiera la providencia.
Dedicamos horas de conversaciones y muchos espacios de información a dar vueltas retóricas al inusual calor que está haciendo este otoño -recuerden, en Almería hemos batido récords históricos de temperatura en octubre- como si solo fuera una simple anécdota propia de una charla rápida de ascensor, sin adentrarnos la mayoría de las veces en todas las grandes y graves consecuencias (incendios forestales, falta de lluvias, escasez de agua...) que se vislumbran tras ese comportamiento del termómetro, aquí como en el resto del planeta. Vidas y haciendas sacudidas por la caprichosa naturaleza.
O no tan caprichosa, porque lo paradójico es que buena parte de lo que nos viene ocurriendo ya estaba, de una manera o de otra, con más o menos contundencia, escrito, dicho, televisado, radiado, posteado y academizado en rigurosos trabajos de investigación. Sí, el calentamiento global era esto. El cambio climático se ha dejado sentir con una evidencia contumaz, a prueba de discursos negacionistas, que haberlos sigue habiéndolos, pese a todo. Ya sabemos que la ceguera y la codicia humanas -que de esto hay mucho agazapado en las posturas negacionistas- llegan a límites insospechados. A esos sí que no se les ve venir.
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