Un corrillo de arquitectos almerienses -Luis Cano, Pedro Navarro, Juan Angel Guerrero, entre otros abonados- que edifican los viernes su primer rato de holganza del fin de semana sobre un fuente de bizarra quisquilla, no tienen ni remota sospecha de que la mesa en la que chupan cabezas de marisco como si no hubiera un mañana está cimentada sobre las ruinas del antiguo Convento de los Trinitarios.
Son una de tantas peñas que acuden de forma reglamentaria a ese santuario de la buena manduca que es Casa Joaquín, situado en el primer diente de esa larga cremallera que es la calle Real; a esa abadía del lujo asiático a los pies de lo que fue la Puerta del Mar medieval, por la que penetraban a diario marineros y trajinantes buscando pernocta en la desaparecida Posada del Mar.
Casa Joaquín es-sigue siendo- una vieja casa de comidas, alicatada de vitrinas de pescado fresco que salta al lado de media docena de mesas que no conocen mantel y de una barra coronada por celestiales jamones de bellota que cuelgan ahorcados de una púa.
En Casa Joaquín lo importante no es la vajilla, sino lo que hay dentro y el lema escrito en piedra es “el precio se olvida, la calidad permanece’. En esta vieja botillería almeriense, con permiso de la anchoa de Castro Urdiales o la gamba de Alborán, reina Joaquín López Godoy (Almería, 1963) -adornado con su boina Kangool- también su hermana Encarna en la cocina y hasta hace poco la matrona, Encarnación Godoy, una daliense capaz de convertir un calamar de potera en ambrosía de dioses. Junto a ellos, como maestresalas de ese olimpo tabernero, Antonio Sánchez Pomares y Francisco Rodríguez Román. Pero Casa Joaquín, ese lugar donde acuden los almerienses cuando quieren pegarse un homenaje fetén, es solo el último eslabón de una legendaria cadena hostelera.
Todo principió en 1904, cuando un comerciante foráneo llamado Francisco Ruso abrió una tasca con pretensiones de restaurante en un espacio llamado el Porche de Díaz, donde solían anclar los circos de la época, en el viejo andén de costa, justo por donde está hoy la fuente de los delfines. Lo rotuló como ‘Granada-Almería’ y después lo rebautizó en 1910 como Miramar el Ruso justo cuando lo traspasó a otro industrial, José Jurado Sierra, que había fundado el Hotel La Perla y que contaba con un maestro repostero de nombradía llamado Luis Montero.
Era un tiempo en el que el Puerto olía a mar de verdad, a estopa y a salitre y sobre el verdín del cantil asomaban erizos y lapas; en aquel andén de costa se apilaban montañas de mineral de hierro y se amontonaba el carbón para la fábrica del gas; aquel a donde, durante los meses de faena de la uva, llegaban reatas de tres o cuatro caballerías desde Ohanes, Berja, Dalías Canjáyar o Alhama, con barriles cargados de pámpanos, atados con gruesas cuerdas y con el carrero apostado sobre el varal con sombrero de palma y un látigo en la diestra; aquel en el que niños con las rodillas cicatrizadas -cuando los niños aún jugaban en la calle- corrían en bicicleta junto a la arena pedaleando hasta el morro de allá; aquel en el que los jabegotes sacaban el copo de la playa de Las Almadrabillas y sus mujeres salían corriendo con el capacho a la espalda a pregonar el pescado fresco de la barca; aquel en el que los rudos marineros de otros mares, con el pecho tatuado como en la canción, bebían vino y coñac en esa bodega del Ruso, donde sonaba siempre la música triste de su célebre gramola o actuaba algún flamenco emparejado con una bailaora de La Chanca.
Tras ese prólogo, el Miramar lo cogió en traspaso en 1918 un nuevo patrón: Joaquín López Rivas, abuelo del actual Joaquín que todos conocemos con el mandil en la puerta de su restaurante o en la pescadería del Mercado pidiéndole el certificado de nacimiento a un gallopedro buchón en el puesto de Paco Tijeras. Las obras portuarias obligaron a López Rivas a llevarse el tenderete más hacia Poniente, cerca de donde hoy está la fuente de Los Peces, que entonces era un llano de entre los dos parques. Allí, entrados los años 20, servía Joaquín I toda la clase de vinos y vermuts con tapas variadas de marisco y en las noches del estío se organizaba alguna que otra jarana flamenca con guitarras y palmeros y coches de caballos de donde bajaban señoritos con fulanas que apuraban botellas de licor hasta la madrugada con la corbata aflojada y huellas de carmín en la mejilla, atendidos por un camarero al que llamaban Góngora que se metió a boxeador.
La cercanía al Puerto hizo que el Miramar sufriera en sus carnes el bombardeo alemán de 1937 y sus paredes quedaron arruinadas. No le quedó otro camino al abuelo, junto a su esposa Gádor Martín, que buscar otro lugar que encontró en lo había sido un viejo café cantante en el principio de la calle Real. Allí refundó el viejo Miramar en los años 40 con el nombre de Casa Joaquín que aún permanece. Falleció en 1974 y le sucedió su hijo, Joaquín López Martín, que abandonó su plaza de practicante en el Hospital Provincial para continuar con el negocio familiar. Le dio lustre Joaquín II al local al que empezaron a llamar también el Miserias, que fue reformado para ganar en amplitud en 1979. Falleció pronto, en 1993, y tuvo que hacerse con las riendas Joaquín III, que había aprendido ya todos los secretos del oficio de mesonero antiguo.
Desde entonces hasta ahora, gobierna allí como un emperador de comensales ese Joaquín de ojos vivos como salmonetes, al que sus parroquianos adoran tanto como a las manos de su madre cuando unge el rape en salsa de almendras. Porque allí encuentran la dicha absoluta, entre las láminas de una ventresca de atún o entre la lujuria de unas cigalas de a palmo, como las que devoró varias noches MIchael Fassbender acopladas con Albariño, olvidándose totalmente de quién era y de cómo había llegado hasta allí.
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