Era el barrio del puerto pesquero, una pequeña ciudad que aparecía ante los ojos del viajero que llegaba a Almería por la carretera del Cañarete. Después de dejar atrás todo aquel infinito de curvas, cerros y precipicios, la imagen del mar y todas aquellas casas blancas que se derramaban por el cerro hasta la misma carretera, era un regalo para los sentidos.
En los años 50 Almería conservaba la belleza de una postal antigua. Vista desde la distancia parecía un lugar de ensueño, la obra de un artista que acababa de esparcir sobre el lienzo todo su talento.
Los que entraban por aquel camino costero y doblaban las últimas estribaciones de la sierra, disfrutaban de aquellas vistas impresionantes con la Alcazaba coronando el paisaje por el norte y el mar regalando matices por el sur. Allí, junto al mar, estaba el puerto pesquero, con el edificio del Varadero donde iban los barcos a reponer fuerzas, con los arcos de la lonja, donde empezaba la vida de la ciudad en cada amanecer, con aquel trajín constante de hombres, mujeres y niños, que vivían de lo que traían los barcos.
Frente al Varadero, cruzando la Carretera de Málaga, que en aquel tiempo era un camino por el que pasaba un coche de vez en cuando, se ascendía al barrio del puerto, con su entramado de callejuelas que se habían ido formando sobre las cuestas de tierra que bajaban desde los cerros. Era el flanco meridional de la barriada de la Chanca, con sus casas bien encaladas y su ropa tendida en las azoteas, como banderas que mostraban al viento toda la dignidad de aquellas familias humildes. Era el barrio de la calle Cara, de la Cuesta del Muelle, del Hospicio Viejo, de la calle Jábega, del Barranco de Greppi y del Camino Viejo que se perdía por la montaña hacia el poniente.
La calle de Cara era una pendiente más como la Cuesta del Muelle o la de Colomer, una de las laderas del cerrillo que se fue urbanizando a medida que los vecinos fueron levantando sus viviendas sobre la pendiente de tierra y rocas. En los años cincuenta el Ayuntamiento le colocó el nombre oficial de calle Cara, recordando a don Juan Cara y González, el industrial que en el año 1880 compró aquellos terrenos de la parte de poniente del muelle para montar una fundición.
Hasta los años sesenta era un sendero de grandes escalones de tierra a modo de terrazas, que descendían hasta la misma carretera de Málaga. Sin pavimentación, sin alcantarilla, sin apenas luz, el lugar permaneció olvidado durante décadas. Cada vez que descargaba una tormenta sobre la ciudad, la cuesta era un río que bajaba desbocado arrastrando las piedras y la arena que el agua iba arañando de los perfiles del cerro. Cuando el chaparrón arreciaba, los vecinos tenían que colocar tablas en los trancos de las puertas para que no entrara el agua en las casas y al final de la calle, en el llano de la carretera, se formaba un lago de agua estancada que con el paso de los días se convertía en un barrizal para alegría de los niños del barrio.
La calle de Cara descendía desde el cerro del Hambre, el barranco de Greppi y el Hospicio Viejo hasta la misma Carretera de Málaga, formando parte de un arrabal donde cada calle era una rampa ganada el cerro. Allí aparecía también, asomada a la carretera, la célebre Cuesta del Muelle, un lugar de referencia en el barrio desde que en los años cincuenta abrieron unas instalaciones asistenciales de Auxilio Social, con un comedor para más de seiscientas plazas diarias y un espacio destinado a guardería. Allí iba la gente pobre del barrio con las ollas entre las manos para que las muchachas de la Sección Femenina se las llenaran de comida.
En la parte alta de la cuesta, en la esquina con la calle Colomer, abrieron un dispensario, con un coche-clínica que recorría las calles atendiendo las urgencias médicas y trasladando a los enfermos más necesitados al Hospital. También pusieron en funcionamiento una escuela y una emisora de radio que contaba con un coche locutor y otro transmisor, desde donde se emitían dos programas diarios. Estos servicios se integraban dentro del llamado Plan Social de La Chanca.
En el Centro de la Misión Cultural, que en el año 1958 se puso en funcionamiento en la misma cuesta, las niñas y las mujeres del barrio recibían lecciones de corte, de labores del hogar, de cocina, de puericultura e higiene, de cultura general y de religión de la mano de las monjas del Amor de Dios, que tanto bien hicieron.
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