Cientos de veces hemos pasado por la puerta del convento de Las Puras sin haber podido imaginar la sobriedad de los tesoros que encierra. Muchas veces hemos visitado su iglesia para oir misa o para completar las siete estaciones del Jueves Santo y no habíamos adivinado la austera solemnidad del coro bajo desde donde las religiosas Concepcionistas Franciscanas entonan los salmos que nos trasladan a tiempos remotos de la cristiandad.
Es todo un descubrimiento. El domingo pasado tuve ocasión de entrar en la en otro tiempo clausura de Las Puras en una visita guiada que mi Hermandad de la Soledad, a la que pertenezco desde hace más de sesenta años, giró al convento de la mano del autor de su restauración, el arquitecto Eduardo Blanes Arrufat.
Y fue todo un descubrimiento porque, como digo, nadie puede ni sospechar lo que esconde este convento del siglo XVI cuandose pasa por sus puertas, ya sea la de la calle Cervantes o la de José Ángel Valente camino de la de Gutierre de Cárdenas en busca de la Plaza de la Administración Vieja. No exagero si dejo escrita la sensación de auténtico gozo que fui experimentando en el recorrido desde la misma puerta de entrada, el claustro mudéjar, el refectorio, el compás, la sala de labor, el ala de la torre miramar y el patio norte, según el diseño de la visita explicada al detalle por Eduardo Blanes.
La restauración, acometida en varias fases desde que en 1987 la Junta de Andalucía encargase la redacción del proyecto al arquitecto almeriense, merece el cum laude que se concede a las mejores tesis doctorales, porque no solo se ha restablecido la organización del edificio según los usos originales, sino que se ha rescatado el espíritu mismo de su fundadora Santa Beatriz de
Silva y las intenciones de su patrocinadora, Teresa Enríquez esposa de Gutierre de Cárdenas. Flota en el ambiente conventual el hálito de la oración que a lo largo de quinientos años ha elevado a Dios esta comunidad hoy reducida a la abadesa María del Mar y otras cinco hermanas que siguen observando la Regla de San Benito, ya sin el hermético aislamiento de la clausura aliviada desde el principio del pontificado del Papa Francisco. Es así como en el mes de septiembre se ha podido abrir al público este cenobio en el mismo corazón de Almería, pero muy alejado de los ojos de los almerienses.
Es de imaginar el estado de postración del conjunto cuando por primera vez entró a una inspección ocular el arquitecto Blanes, y es seguramente imposible que ni él mismo imaginase la transformación que iba a tener en las sucesivas fases de obras ente 1987 y 2005 gracias a la sensibilidad por nuestro patrimonio de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. Tanto el claustro como el coro alto, y muy especialmente el refectorio, delatan los especiales cuidados para recuperar incluso lo intencionadamente destruido, como los murales groseramente enjalbegados durante la guerra civil y hoy rescatados en parte en un intento de mostrarlos como testigos de lo que fue aquel sobrecogedor comedor del monasterio que Blanes Arrufat ha respetado en su frugal concepción conventual.
Con excepción del altar mayor de la iglesia, de un barroco pasado por el cedazo penibético, en los 3.254 metros cuadrados de la parcela de Las Puras solo hay rastro de la sobria arquitectura que fue seña de identidad de la Almería que hemos perdido a mayor gloria de un desarrollismo vertical que, sin ir más lejos, amenaza visualmente pared con pared el escueto planteamiento de este edificio, milagroso superviviente del reinado de los Reyes Católicos en pleno laberinto del callejero musulmán. Y es allí, contemplando la provocación del contiguo edificio de la Casa Sacerdotal donde reflexionamos sobre la ciudad que fue, retratada magistralmente por Julio Alfredo Egea en estos versos:
Almería, su piel de hostia esparcida,
cucurucho de luz en la azotea,
un temblor de gaviotas en marea
gritándole a la cal con voz dormida.
Seguramente, lo que me invadió el ánimo en esa visita a Las Puras fue la nostalgia de la Almería definitivamente perdida, imposible de reconocer en cualquier paseo por el casco antiguo donde se siguen perpetrando atentados contra el patrimonio, sin ir más lejos el absurdo ascensor interno de la torre de la catedral cuando desde cualquier edificio colindante se tiene mejor vista que desde el campanario. O el espanto de la rambla del Obispo Orberá donde la arboleda perdida sigue siendo un clamor. Definitivamente el buen gusto ha emigrado de nuestra ciudad.
Ejemplos de restauración como el del convento de Las Puras nos reconcilian con la Almería pretérita y nos alertan de que todavía es posible conservar lo que nos legaron los siglos mediante un exigente respeto a lo que nos queda.
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