Algunos no se veían desde hacía 60 años. Y cuando fueron bajando con sus huesos gastados por las escaleras de la Quesería La Galatea (calle Altamira, 5), unos cuantos no se reconocieron; o mejor dicho, sí; pero no por el color de los ojos ni por la altivez del mentón de la adolescencia; se reconocieron por lo que nunca muere en una persona: por la manera de reír, de balancear el cuerpo, por la manera de mover las manos o por el timbre de la voz. Eran ellos, los mismo que acabaron el Preu en mayo del 68, justo cuando los adoquines volaban en París, los mismo que compartieron el florido pensil en La Salle más de cinco décadas atrás y que ahora brincan de los 70 años.
Llegaron, para el encuentro, de pueblos de Almería, pero también de Madrid, Córdoba, Málaga o Valladolid, de las ciudades a las que la vida los condujo. Algunos -ocho- no volvieron, ni ya nunca volverán, porque se fueron para siempre; llegaron con ansia, como intentando reeditar aquel ímpetu juvenil en el patio del colegio cuando aún no existía ni la televisión; llegaron escondiendo barriga, comparando sus estados, contando el cabello que conserva cada uno, lo bien o mal que les ha tratado la vida, sus matrimonios, sus divorcios, sus hijos, sus nietos; volvieron a verse los lasalianos de la promoción del 68, entre platos de jamón y queso, y por unas horas pararon el reloj para reír, para recordar, para sacar incluso cuentas pendientes de cuando aún iban en pantalón corto, de cuando salían de excursión con el Hermano Rufino a buscar monedas romanas en Aguadulce o minerales en Torrecárdenas y cuando alguno de ellos creía haber descubierto la piedra de Rosetta, el fraile botánico le bajaba los humos: “pedruscus vulgaris, rapaz”.
Eran esos tiempos en los que se fue forjando su carácter -la raza se decía entonces- en los que empezó a escribirse la historia de su vida, bajo la tutela de aquellos hermanos lecheros de larga sotana: el hermano prefecto apodado Leoncio el pollo, el hermano Sebastián, Jacinto, Pelayo, éste el más deportista con el que organizaban los equipos de frontón o de atletismo.
Durante un rato de hace unos días, como digo, pararon el mundo en ese fogón cercano a las clases donde fueron creciendo este grupo de antiguos colegiales de La Salle, los mismos que ahora cuando cada mañana se miran al espejo ven a un señor mayor con el pelo blanco que no reconocen, porque ellos, en el fondo de su alma, se sienten como cuando iban al puente de hierro a ver pasar a las niñas de La Compañía. Y descubrieron en esas horas de charla atropellada, entre descafeinados y pastilleros sobre la mesa, que hay cosas que nunca cambian: que los más amigos seguían siendo más amigos y los menos, seguían siendo menos, como si se hubieran congelado los afectos y los desafectos, como si siguiera ahí perenne el rencor infantil por una pedrada en el patio, por una zancadilla, por un pescozón en el pasillo del comedor antes de entrar en Misa. Recordaron las comidas, que no eran tan malas, el plato predilecto de los huevos fritos con morcilla de los cerdos de Las Chocillas, los bollos de mantequilla del desayuno, el pan con chocolate de la merienda.
Se juntaron 25 compañeros -los 25 magníficos- al toque de corneta del entrañable Rogelio Fajardo, que tiró de agendas, amistades comunes, pesquisas detectivescas, para reunir al mayor número de soldados de aquel ejército de escolares almeriense que soñaban cada día con comerse el mundo. La mitad de ellos eran internos llegados de los pueblos y la otra mitad externos, cuando eran seis años de bachiller más el Preu. Algunos soñaron con ser militares y terminaron de profesores; otros futbolistas y han sido ingenieros; otros actores de cine y terminaron de abogados. Porque una cosa eran los sueños y otra lo que ha sido la vida.
Esta es la nómina de los niños/hombres que se despidieron en el 68 y decidieron por un rato -entre brindis y recuerdos dulcificados por el paso del tiempo- volver al sitio de partida: Alberto Benavides Requena, de Roquetas, profesor; José Carmona Ojeda, de Roquetas, abogado; Ricardo Caro Ibáñez, de Berja, empresario; Vicente Celada Jiménez, de Almería, ingeniero agrónomo; Antonio Durán Valdés, de Olula del Río, historiador; José Manuel Escámez Abad, de Almería, ingeniero de Caminos; Julio Esteban Aguilera, de Almería, coronel de infantería; Ramón Estrella Estrella, de Almería, ingeniero industrial; Rogelio Fajardo Cervantes, de Almería, ingeniero y piloto deportivo; Jaime García Granados, de Almería, empresario; Salvador García Soto, de Carboneras, abogado; Santiago Hernández Serrano, de Almería, economista en Cajamar, cofrade de la Santa Cena y accionista de la UDA; Antonio Martínez Martínez, de Almería, empresario; Leonardo Milán Soler, de Doña María-Ocaña, técnico de Opel en Alemania; Basilio Navarro Oña, de Almería, ingeniero agrónomo; Julio Pérez Santander, de Abla, catedrático de lengua y literatura; Alonso Reche Jiménez, de Oria, agricultor; Manuel Reyes Rojas, de Almería, empresario; Manuel Rodríguez Fuentes, de Carboneras, aparejador; Francisco José Romera Moreno, de El Pozuelo-Albuñol, aparejador; Alberto Rojas Sogorb, de Almería, ingeniero técnico; José Sánchez Mena, de Olula del Río, ingeniero industrial; Juan Diego Soler Ruiz, de Zurgena, empresario; Antonio Urrea Mira, de Almería, médico traumatólogo de Renault; José Fernández Maldonado, funcionario del Estado.
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