En la última semana de escuela, antes de que nos dieran las vacaciones de Navidad, la maestra nos mandó a los niños que estábamos debutando en la escritura que escribiéramos en la libreta qué hacíamos en los días de lluvia.
Era el mes de diciembre de 1969 y una extraña borrasca se había colado por el sur trayéndonos más lluvia de lo que era habitual. Llovía un día, al siguiente salía el sol, y dos días después regresaban las precipitaciones creando un clima desconocido que cambió algunas costumbres de la vida cotidiana. Tuvimos que sacar las botas de agua del fondo de los armarios, comprar serrín para echarlo en los trancos de las casas y colocar cuerdas en las habitaciones para poder tender la ropa recién lavada, ya que la lluvia no permitía que se secara en los patios ni en los terraos.
Las casas se llenaron de goteras y las calles que eran todavía de tierra se poblaron de grandes charcos donde los niños echábamos a navegar los barcos que fabricábamos con hojas de papel. La inagotable imaginación infantil nos permitía adaptarnos a cualquier circunstancia por adversa que fuera y cuando llovía y no podíamos jugar a la pelota nos dedicábamos a navegar con los barcos de papel y a atravesar los charcos como si fueran lagos con nuestras botas de goma.
La lluvia se había quedado a vivir con nosotros y el mes de enero de 1970 comenzó como había terminado el año, sin apenas dos días de tregua entre chaparrón y chaparrón, con la imagen del hombre del tiempo colgando el paraguas en la esquina de Almería al final del telediario.
Llovía sin tregua, como una condena, como si el mapa de España se hubiera dado la vuelta. A la salida del colegio, la calle de la Reina se había llenado de madres, de paraguas y de ese estado de agitación que se vivía en la ciudad cuando presentíamos la tormenta. Las luces de las calles ya estaban encendidas. Era una iluminación pobre de bombillas de posguerra, que tiritaban con el viento y amenazaban con apagarse con el primer chaparrón. Llovía sin descanso y sin que el alcantarillado, que estaba recién estrenado, pudiera tragarse todo el agua que se había ido acumulando a lo largo de varias semanas de continuas precipitaciones, por lo que algunas calles parecían balsas.
El viento y la lluvia eran permanentes y como no daban descanso llegaron a producir averías continuas en el fluido eléctrico, sobre todo en el alumbrado público, unas veces por rotura de los frágiles cables y otras porque se fundían las bombillas de las fachadas. Las noches, en aquellas semanas, parecían eternas. A las seis de la tarde, entre el nublado y la falta de iluminación de las calles, la oscuridad dominaba en la ciudad, y sólo las luces que salían de las tiendas y de las ventanas de las casas, ayudaban a espantar aquella atmósfera de tinieblas. El domingo once de enero el agua cayó con más fuerza. Empezó de madrugada y se prolongó hasta la noche del día siguiente.
Llovía con ligeros intervalos de un par de horas y cuando parecía que el sol iba a salir, regresaban las nubes más oscuras por el rincón de poniente. Fueron tres días sin tregua: domingo, lunes y martes, en los que llovió sobre mojado llevando el drama a los barrios más desfavorecidos. Salió el río con tanta fuerza que una de las atracciones de aquellos días era ir a la desembocadura ver el espectáculo del cauce completo que dejó aislados a los vecinos de la Vega de Allá, que durante varios días no pudieron pasar con el género hacia la alhóndiga.
El Obispo don Ángel Suquía dio orden a las parroquias de ayudar con ropas y comida a los damnificados y ofreció los bajos del Palacio Episcopal y el Seminario por si eran necesarios, mientras que los padres Jesuitas cedieron la casa de ejercicios espirituales de San Ignacio, en el paraje del Cortijo Grande, en plena vega, donde se pudieron refugiar cuarenta afectados.
Siguió lloviendo durante las primeras semanas de enero hasta dejar un total de 115 litros por metro cuadrado lo que significaba, sumando los recogidos en el aeropuerto en los meses anteriores, que desde octubre a enero se habían acumulado más de 300 litros en Almería, cuando la media anual apenas superaba los 200 litros.
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