Cuando los edificios modernos con los bloques de pisos fueron apareciendo por todos los barrios de la ciudad surgieron como flores de un tiempo los locales, los bajos, pensados para la instalación de negocios. Se montaron bares, tiendas y también futbolines, donde los principiantes íbamos a dilapidar el tiempo libre.
Los futbolines, como su propio nombre indica, eran un templo de partidas de fútbol en un campo rectangular de madera con dos equipos de muñecos sujetos con barras de hierro que casi siempre llevaban las camisetas del Madrid y del Barcelona. Echábamos una moneda de peseta y jugábamos nuestro partido rodeados casi siempre de una gran expectación, la que provocaba el público que se colocaba detrás de las porterías para ver el espectáculo.
El juego del futbolín tenía sus mitos, sus galácticos, sus fuera de serie, sus pequeños dioses que los más torpes adoraban como si fueran estrellas del balompié. Eran los más hábiles con las manos, los artistas que hacían diabluras con las muñecas pasándose la pelota de una línea a otra con una precisión milimétrica y metiendo goles de ensueño.
Había futbolines que tenían su mesa de ping pong reglamentaria y los más modernos, aquellos que tenían prisa por engancharse al tren de los nuevos tiempos, su máquina ‘flipper’ cargada de luces y sonidos sugerentes.
Las máquinas de bolas, como algunos les llamábamos al invento, fueron una auténtica revolución desde que empezaron a aparecer a mediados de los años sesenta y llegaron a convertirse, una década después, en un clásico, no solo en las salas recreativas y en los futbolines, sino también en los bares.
El invento consistía en una caja en forma de mesa con pediente para que una bola bajara hacia los laterales donde estaban situadas las paletas o brazos que el jugador tenía que manejar pulsando los botones de los costados de la máquina. El juego consistía en hacer la puntuación necesaria para poder disfrutar de otra partida sin tener que echar ninguna moneda. A los niños nos cautivaba aquel artefacto lleno de luces y sonidos, donde la bola iba tropezando con los bumpers, aquellos hongos de goma donde la bola de hierro rebotaba con fuerza.
Había auténticos malabaristas del juego, expertos que por un duro se podían tirar una hora jugando sin parar. Se colocaban de pie delante de la máquina, se agarraban a los botones acariciándolos, se ponían el cigarrillo en los labios e iniciaban una faena de auténticos maestros. Cada vez que conseguían una partida sonaba el ‘cloc’ de la máquina, mientras que los mirones se agolpaban a ambos lados para admirar al artista.
No había un solo bar de barrio en Almería que no tuviera al menos una de aquellas máquinas ‘flipper’ que se convirtieron en un gancho para atraer clientes. Como en aquella época casi todo estaba permitido, los menores de edad entrábamos con absoluta naturalidad a los bares para jugarnos nuestras partidas y gastarnos lo que nos había sobrado de la paga del fin de semana. Había quien metía la mano en el bolso de su madre para conseguir esas monedas para afrontar la partida diaria, que acabó estableciéndose como un ritual. Quedábamos en el bar de cabecera donde casi siempre nos encontrábamos con algún mayor que nos invitaba a una caña y allí organizábamos grandes partidas a la máquina que se podían prolongar durante horas.
En esa fauna juvenil que anidaba en bares y salas de juegos recreativos, era un clásico la figura del pícaro de turno, del borde, como solíamos llamarlo, del más pillo de la clase, del que sabía Latín en el universo de las escaramuzas callejeras, aquél que dándole un golpe suave a la máquina cuando se iba a colar la bola por el sumidero lograba ponerla de nuevo en juego, por lo que la partida se le eternizaba entre las manos. La clave estaba en darle el golpe sin violencia, para no provocar la falta, pero lo suficientemente contundente para que la bola saliera.
Solía ocurrir también que los propietarios de los bares, cuando veían que los clientes se habían familiarizado tanto con la máquina que le sacaban una partida tras otra sin grandes esfuerzos, llamaban a la empresa que las comercializaba para que se la cambiaran por otra.
Uno de los placeres de los adolescentes de aquel tiempo era tomarse una caña mientras compartían su partida de ‘flipper’ con los colegas.
También se disfrutaba mucho en los futbolines oficiales, donde la oferta era más extensa y donde teníamos el aliciente de engañar al encargado, al que los jóvenes de entonces llamábamos “maestro”. “Maestro, cámbieme usted este duro en pesetillas para echarlas al futbolín”, le decíamos. Los maestros formaban parte de aquel mundo juvenil. Se pasaban el día metidos en aquellos agujeros que no cerraban ni para el almuerzo.
Solían colocarse un mandil con amplios bolsillos para el cambio y manejaban los hilos del establecimiento detrás de un pequeño mostrador donde guardaban los cartones de tabaco. La vida del maestro de futbolín no era cómoda porque tenía que mantener los ojos bien abiertos para evitar los engaños.
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