Casi nadie iba a una academia a instruirse ni hacía cursos por correspondencia. El oficio de peluquero y el de barbero había que trabajarlo viendo actuar a los maestros veteranos, fijándose bien en cada uno de sus movimientos cuando en cada servicio iba implícita una lección.
Los peluqueros antiguos iban aprendiendo el oficio desde niños, agarrados a la blusa de un familiar que era barbero o de algún amigo del padre que necesitaba un aprendiz. Empezaban de cero, primero manejando la escoba y barriendo los palos que caían al suelo y después siguiendo los consejos del maestro que les enseñaba los secretos de un buen afeitado y de cómo ‘arreglar’ un cuello.
José García Rodríguez dio sus primeras lecciones en la barbería del Arco, junto a la calle Real. Su padre, Joaquín García Cintasverdes, no quiso que el niño se dedicara como él al duro oficio de la barrilería, donde se echaban jornadas de doce horas de trabajo y se ganaba poco dinero.
Con veinte años, el joven aprendiz era ya un peluquero de prestigio. Sus buenas cualidades le abrieron las puertas de ‘La Española’, que en los años veinte y treinta estaba considerado como un establecimiento de lujo, la peluquería por donde pasaban los caballeros más distinguidos de la sociedad almeriense, los hombres de negocios que por aquella época frecuentaban la ciudad, casi siempre relaciones con la exportación de uva y mineral, y hasta los artistas que pasaban por nuestros teatros.
En 1935 quiso probar fortuna en solitario y se quedó con la antigua peluquería de la calle Conde Ofalia, junto a la panadería de El Cañón, un negocio con solera que tenía una clientela fija. Desde entonces, a la barbería se le conoció con el apodo de su nuevo propietario, al que todo el mundo conocía en Almería como ‘El Flauta’, un mote que le pusieron de niño, heredado de un primo al que también llamaban así.
Eran años de mucho trabajo y también de dura competencia. En cada calle había al menos una peluquería, por lo que era muy importante no sólo el buen servicio al cliente a la hora de manejar la navaja y la tijera, sino el saber convertir el establecimiento en un punto de encuentro. Por eso, la peluquería de ‘El Flauta’ fue siempre un centro de reunión donde los clientes eran amigos, donde la gente pasaba al menos una vez al día aunque sólo fuera a echarle un vistazo al periódico o para hablar un rato de fútbol o de las corridas de toros de la feria.
Tenía las paredes cubiertas de fotografías de futbolistas, de escudos, de banderines; muchos jugadores que pasaron por el Almería en los años cincuenta y sesenta, formaban parte de su numerosa clientela. Por allí iba también Alfonso Rojas Zapata, el joven minusválido que vendía Iguales en el Rinconcillo, que fue el fundador de la primera peña del Athletic de Bilbao que existió en la ciudad, ubicada en el bar Bahía de Palma.
Eran años de mucho trabajo porque todavía se conservaba la costumbre de ir a afeitarse a las barberías y de pelarse los sábados, que era el día fuerte, cuando no se cerraba hasta las diez de la noche. ¿Va usted a arreglarse hoy?, era una frase habitual que empleaban los barberos de antes, cuando arreglarse significaba transformarse, salir de la peluquería con otro aspecto, hecho un figurín.
El sábado era el día del aseo personal. Los hombres iban a ‘arreglarse’ a las peluquerías y a los niños nos lavaban también los sábados, cuando nuestras madres calentaban una olla de agua y nos dejaban relucientes en un barreño o en la pila del patio si ya hacía buen tiempo.
La peluquería gozaba de un prestigio profesional que no sólo le daba el dueño, sino también los buenos oficiales que siempre tuvo a su cargo. Por eso, ‘El Flauta’ se podía permitir la licencia de ausentarse de vez en cuando, porque sabía que dejaba el negocio en buenas manos. Una estampa típica de ese trozo de calle, era la del ilustre barbero tomando el sol en el tranco, fumándose un cigarrillo y hablando con todo el que pasaba por la puerta.
Si de algo presumía don José García Rodríguez era de amigos. Soltero de vocación, su gran pasión era alternar con unos y con otros. Cómo disfrutaba compartiendo la luna con sus amigos. “Vamos a ver la luna”, decía, y su gente ya sabía que no se trataba de ninguna experiencia próxima a la astronomía, sino de irse a la bodega de Figueredo, en la esquina de la calle Leal de Ibarra, sacarse unas botellas de vino blanco y bebérselas sentados de noche en la Plaza de San Pedro, mirando al cielo. Y así, mirando al cielo, un día se nos fue cuando acababa de cumplir sesenta años.
Su sobrino, Serafín Fernández García, otro peluquero de vocación, se encargó de mantener el negocio en el mismo sitio, con el mismo aspecto de peluquería de otra época que tuvo hasta su cierre, en 1994.
Son clientes que aún recuerdan la irrepetible figura de ‘El Flauta’, con su batín blanco, su cigarrillo en la mano, dispuesto a echar un rato de conversación con el primero que llegara y le sugiriera la posibilidad de beberse un vaso en casa Figueredo.
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