Habíamos heredado una cultura de mesa de camilla y brasero. Nuestros inviernos se resumían en aquellas tardes de frío cuando al salir de la escuela nos cobijábamos a hacer la tarea bajo la falda de aquella mesa milagrosa donde el calor nos iba venciendo lentamente mientras daban la novela por la radio.
De noche, después de cenar, nos quedábamos medio dormidos con las piernas metidas hasta las rodillas y con la advertencia de nuestras madres de que no nos coláramos demasiado para no salir ardiendo. De vez en cuando, nos venía un tufo a goma quemada que nos avisaba de que se nos estaba chamuscando la suela del zapato y corríamos el serio peligro de salir envueltos en llamas.
Después llegaron los años del progreso, cuando hasta en los hogares más humildes empezaron a aparecer los electrodomésticos, que se fueron incorporando a las rutinas de las casas como si fueran un miembro más de la familia. Llegó la tele para cambiarnos la vida y llegaron las modernas estufas de gas que popularmente conocimos como de butano, por la empresa que las comercializó, Butano S.A. Aquel nombre y aquella industria llegó a coger tanto peso que hasta se llegó a celebrar el certamen de ‘Reina del Butano’ para las provincias de Murcia, Albacete y Almería.
La estufa de butano era un mueble más. Medía casi como una mesa de alta y tenía un diseño más o menos atractivo. Por la parte trasera llevaba el hueco donde se le colocaba la bombona que al menos una vez al mes nos traía el hombre del butano, que a finales de los años sesenta se hizo tan popular como el cartero aunque con la peculiaridad de que el butanero tenía el privilegio de colarse hasta el corazón de las viviendas lo que provocó una corriente de rumorología que implicaba a algunas amas de casa con el forzudo que se echaba sobre el hombro la pesada cubeta anaranjada.
El calor de la estufa de butano nos embriagaba. Era como una droga casera que nos dejaba a veces una leve sensación de mareo que no llegaba a tumbarnos. A veces, si la respirábamos de cerca en una habitación poco ventilado, nos colocaba como si nos hubiéramos tomado un litro de cerveza.
El butano te daba la posibilidad de calentarte con una estufa grande o bien utilizar un formato más asequible, el de la bombona pequeña de color azul que también te daba calor y que te permitía colocar el artefacto debajo de la mesa. Los anuncios de la tele, allá por los años setenta, hicieron que los niños nos familiarizáramos con las marcas de estufas lo mismo que con las cajetillas de tabacos o los nombres de las casas de televisores. Una de las más populares era la estufa Superser, cuyo anunció aparecía todas las noches después del Telediario. Recuerdo también la publicidad de las estufas Butater, cuya canción decía algo así como “calienta pero no quema, calor blanco con Butater”.
En Bazar Almería, en el invierno de 1970, una estufa de gas de tamaño grande costaba entre mil quinientas y dos mil pesetas y una de bombona pequeña alrededor de setecientas. Entonces no existían las olas de frío ni las danas, tan solo las borrascas que el hombre del tiempo anunciaba en el Telediario poniendo un recorte de un paraguas negro en la provincia donde seguramente iba a llover al día siguiente. Los pronósticos eran inciertos y aquí en Almería teníamos la impresión de que el bueno de Mariano Medina, que era el hombre del tiempo, se estrellaba con todo el equipo cuando colocaba el paraguas en nuestra esquina. Llovía poco, pero sí más que ahora, y había más invierno que ahora, por lo que casi todos teníamos nuestra estufa de butano reglamentaria que nos hacía más dulces las noches frente a la televisión. Por aquel tiempo en el que empezaron a popularizarse las estufas modernas, lo hicieron también los frigoríficos. Una era nuestra alidada en invierno y el otro nuestro gran amigo en verano. El frigorífico llegó a las casas como un aparato mágico, rodeado de un halo de santidad que los niños profanábamos con frecuencia para empinarnos a escondidas la botella de Cola Cola.
Tener un frigorífico significaba que las cosas iban bien para la familia, que se iba progresando, y los niños, cuando llegaban al colegio, presumían de que en su casa ya tenían frigorífico. Era habitual echarse fotografías junto al frigorífico y que las madres lo adornaran colocando sobre el techo del aparato un jarrón con flores que le daba un aire más hogareño.
En 1960 la casa Bazar Almería vendía en exclusiva los Westinghouse que entonces costaban doce mil pesetas. En 1961, Comercial Eléctrica Aznar, en el Paseo, nos trajo los Edesa que eran más baratos y llegaron con un llamativo anuncio donde se veía a una mujer, ama de casa, abriendo el frigorífico con cara de asombro y una frase que decía: “Ya soy feliz”.
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