En el Asilo olía a lejía, a detergente de la ropa, al desinfectante con que las limpiadoras fregaban el suelo a primeras horas de la mañana, al olor del café caliente que salía de la cocina y sobre todo, olía a soledad, a ese perfume amargo que tienen los internados, que se va pegando en las paredes como una niebla silenciosa, dejando un rastro interminable.
El Asilo era un mundo aparte dentro del Hospital. Tenía vistas al Paseo de San Luis, al Parque y a la calle de la Reina, con grandes ventanas protegidas por barrotes de hierro donde siempre había alguien asomado. Cuando pasábamos delante, camino del puerto, a veces nos deteníamos para mirar a aquellas almas cautivas que nos observaban con ojos de asombro, como si nos estuvieran pidiendo un minuto de atención: una mirada, una palabra amable, un gesto cómplice.
Las ventanas eran el refugio de los internos que por alguna enfermedad apenas salían a la calle y que como un pájaro enjaulado buscaban un poco de aire tras los barrotes. Recuerdo la presencia de un hombre que siempre estaba en pijama asomado a la calle y que cada vez que pasábamos delante nos pedía que le diéramos un cigarrillo o que le dejáramos las últimas caladas del que compartíamos entre nosotros. Un simple cigarro era para aquel desdichado un motivo de fiesta y cuando se lo dábamos nos obsequiaba con la estrofa de una vieja copla que decía: “Mira mi brazo tatuado con este nombre de mujer”.
Los internos buscaban un trozo de vida al otro de la ventana, el ruido de los coches, el alboroto de los niños, el pulso monótono de la vida cotidiana que muchos habían ido olvidando metidos entre aquellas cuatro paredes. Por las mañanas, si hacía buen tiempo, solían desahogarse un rato en el patio. Era una forma de escaparse por unos minutos del olor a alcohol y a medicinas, de la vigilancia de los médicos, del agobio de aquellas paredes enfermas. Los inquilinos del Asilo tenían su patio particular, más pequeño y sombrío que el gran patio central del edificio, un claustro amable que daba a la fachada sur del establecimiento. Era un patio reservado para ellos y para las monjas, el lugar de recreo donde los internos miraban el cielo.
Todas las mañanas, con el primer rayo del día, las monjas sacaban al patio una jaula plateada con un canario cantor y regaban cuidadosamente las flores del jardín para darle a aquel escenario una pincelada hogareña. Para los internos, el Asilo era su casa y las monjas, las únicas manos a las que podían agarrarse cuando les rozaba la muerte. También tenían el apoyo del capellán del centro, pero su presencia era menos cercana porque siempre estaba ocupado, dando viajes de un lado a otro.
El Asilo tenía dos alturas. En el piso de arriba estaban las dependencias de las mujeres, y abajo, los dormitorios de los hombres. A los niños nos gustaba pararnos delante de la fachada y saludar a los ancianos. A nuestros ojos, todos aquellos hombres y todas aquellas mujeres nos parecían ancianos, aunque alguno no tuviera más de cincuenta años. La soledad y el encierro los condenaba a una vejez prematura.
Entre aquellos internos había algunos personajes curiosos que aunque se pasaban el día en el Asilo, también formaban parte de la vida del barrio porque la salud les permitía salir de vez en cuando. Recuerdo la figura de don José ‘el curica’, un hombre pequeño y delgado, todo nervio, que refugiado en su demencia, enarbolaba su bandera de republicano a grito limpio: “Cuando mandaba Azaña había pan para toda España, y ahora que manda Franco hay colas hasta en los estancos”, decía.
En verano, los niños nos subíamos por las rejas para ver el interior de los dormitorios y reírnos con las ocurrencias de don José. Los ancianos, tumbados sobre las camas, descansaban con las ventanas abiertas, aguardando una milagrosa ráfaga de aire fresco y el soplo de vida que le dejaban los niños.
Mucho más cosmopolita era el patio central del Hospital, un escenario abierto a los internos y a los visitantes. Cuando teníamos que ir a curarnos alguna herida aguardábamos nuestro turno correteando por el patio donde las esperas parecían más cortas.
En el patio, el Hospital impresionaba menos, como si las enfermedades se relajaran en medio de aquella atmósfera abierta y soleada.
Allí, por las tardes, nos mezclábamos con los viejos del Asilo que aprovechando los momentos de soledad del Hospital salían a tomar el sol y a buscar el fresco de los soportales en las tardes de verano. A veces, entre aquellos paseantes en pijama había algún soldado de los que hacían el servicio militar en Viator, que convaleciente de una enfermedad o de una operación, se reencontraba con el mundo en la anchura del patio fumándose un cigarro a escondidas.
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