Se llama Juan Rodríguez Alvarez y tiene 81 años. Nació en Rioja debajo de un banco de barbero, el oficio de sus antepasados que ha sido también el suyo casi toda su vida. Ha cortado el pelo a tijera y a navaja durante más de 60 años- empezó con 14- ha enjabonado, ha afilado la cuchilla en el cuero, ha rasurado cientos, miles de barbas almerienses; barbas morenas de albañiles, blancas como hostias de los sacerdotes, de oficinistas, barbas y pelajes de toda condición y textura. Pero la principal aventura de la vida de este peluquero del valle naranjero del Andarax se forjó a miles de kilómetros de su tierra, cuando se convirtió en uno de los pioneros almerienses de la emigración a Alemania, mucho antes que explotara en los cines de sesión continua aquella película de José Sacristán sacando chorizos de la maleta al llegar a una pensión en Düsseldorf.
El peluquero Juan es uno de los pocos componentes que quedan vivos de aquella primera expedición organizada de mano de obra almeriense rumbo a las fábricas teutonas. Fue en 1960 cuando vino una comisión de industriales de Colonia a reclutar trabajadores en una provincia donde los salarios aún eran de los tiempos de Carpanta. Había que apuntarse en el edificio de los Sindicatos, en Javier Sanz. Requerían sobre todo fundidores y Juan, que con 18 años solo sabía del jabón y brillantina de la peluquería, tuvo que conseguir por recomendación un certificado de un taller que había en la calle Granada. Era un buen sueldo de casi tres marcos la hora, que con el cambio de moneda eran 40 pesetas de la época. En ese tren iniciático -después partieron muchos más- iban sobre todo empleados de la fábrica de vagones de Oliveros, gente curtida en la fundición y en los tornos. Todos tuvieron que pasar antes un reconocimiento médico por parte de médicos alemanes en los que les miraban hasta las muelas como a los caballos. A la ciudad de Siegen, en el Estado de Renania, llegó, como si hubieran llegado al Polo Norte, tras un viaje interminable por el corazón de Europa, esa primera remesa compuesta por 45 esforzados emigrantes urcitanos.
Ya en la fábrica, el joven peluquero riojano fue destinado al departamento de laminación donde se hacían los moldes que salía en ferrocarril rumbo a destinos como Rusia o Italia para hacer cucharas, cerraduras o cualquier otro objeto de metal. Después, por las noches, en la habitación alquilada donde vivía, se pluriempleaba Juan cortándole las greñas a sus paisanos con las tijeras y la maquinilla eléctrica que se había traído de su pueblo. Así se tiró tres años enteros con sus veranos y sus inviernos, hasta que regresó para hacer la Mili. En 1969 volvió a coger la maleta de la emigración, pero esta vez, dada su experiencia pionera y porque chapurreaba el alemán, fue el organizador del viaje de la expedición que volvió a salir de la Estación de Almería rumbo a Hendaya y de allí de nuevo hasta Alemania. Fue contratado por una fábrica de gomas donde se confeccionaban neumáticos de coches y de aviones. Pero en esta ocasión, la añoranza pudo más que los marcos -ya se había casado con una mujer de Tabernas y tenía una niña pequeña- y se volvió definitivamente al cabo de un año para no despegarse ya nunca más de su tierra.
Su padre -Juan Rodriguez Madolell- había sido un renombrado barbero de Rioja que había gerenciado también un salón en el Oranesado francés durante los años de la Guerra Civil. Con apenas ocho años empezó a ir Juan a barrer y hacer recados a negocio de su padre, hasta que con 14 se colocó en la barbería de Antonio, en la calle Gravina de la capital. Después dio el salto a una de las peluquerías más frecuentadas del centro de la ciudad, la de José Domínguez, junto a la Iglesia de San Sebastián, donde laboraban seis oficiales a comisión del 60%, cada uno con su banco y su cajón del dinero, cada uno con sus clientes fieles. Lindaba el establecimiento con la Bodega Tonda, el Hotel Comercio, más abajo la tienda de Ultramarinos Cruz, enfrente la Pensión Andalucía donde llegó una noche muchos años antes una joven profesora llamada Celia y más arriba el bar El Disloque, haciendo esquina con González Garbín. La barbería de Domínguez era un centro de tertulia donde la gente sesteaba esperando su turno ojeando el periódico, oyendo cantar al canario en la jaula, mientras Juan y sus colegas recortaban el pelo de los clientes, arreglaban el bigote o perfumaban el tupé ‘Arriba España’ de la época. Era aquella Almería de los 50, antes de que Juan emigrase a Alemania, con una clientela variopinta, desde obreros a empresarios como los hermanos Piquer que llegaron de Barcelona, desde futbolistas a funcionarios. Sobrevivían aún algunas peluquerías legendarias como La Española, que era la de los señoritos, La Higiénica, La Aragonesa, en la Plaza del Carmen, o la de Antonio Uclés en Pescadería o la del Flauta, en Conde Ofalia. No había entonces tantas peluquerías de mujeres como ahora.
Después le tocó hacer la Mili, cómo no, de barbero, en el buque escuela Juan Sebastián Elcano, rasurando cabezas de guardiamarinas como un indio comanche. Juan pudo recorrer todos los mares durante ocho meses, desde Venezuela a Puerto Rico, desde Buenos Aires a los carnavales de Rio de Janeiro.
Después se estableció en Gádor en 1966 donde abrió una peluquería propia en El Barranquillo, hasta 1972 en que Sebastián Domínguez fue a reclutarlo para que lo ayudara en la barbería de la Estación de Autobuses, porque no daba abasto con tanto trabajo de la gente que llegaba de los pueblos.
Allí se mantuvo seis años, hasta que ya decidió dar el salto -el último- y ser dueño de lo suyo, de su propio negocio: compró un local en Carretera de Ronda, cuando aquello era un descampado y allí ya supo hacerse de una leal parroquia, que le llegaba de todos lados, desde El Alquián a San José, de Ciudad Jardín a Alhama, con la que ha funcionado durante más de 30 años, hasta su jubilación, en la que supo convertir el salón de peluquería en un templo de la amistad, donde practicaba con sus camaradas el arte de la convivencia con unos chatos de vino y unas habas frescas. Por allí pasaban, casi a diario, a la hora del ángelus, el procurador José Soler, el mecánico José López, el redero Manuel León, el bombero Pepe Cantón o el electricista Antonio Medina. “Yo más que clientes, he tenido amigos”, sentencia Juan, el peluquero de Rioja, de Gádor, de la calle Gravina, de San Sebastián, de la Estación de Autobuses, el almeriense que abrió el camino de la emigración a Alemania antes que Alfredo Landa, llevando en el macuto una navaja barbera en vez de una ristra de chorizo pamplonica.
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