Era uno de los espectáculos callejeros de mi infancia, allá por los primeros años setenta. La troupe ambulante que tocaba la trompeta, la pandereta y el tambor mientras una cabra amaestrada hacía un número de equilibrismo, formaba parte del programa de fiestas clandestinas a las que asistíamos los niños de entonces en ese gran teatro que era la calle.
Casi todo estaba permitido en aquella época, hasta que una cabra hiciera de artista para darle de comer a sus dueños o que los hijos, menores de edad, participaran en el trabajo pasando el platillo entre el público. El número se le empezó a venir abajo cuando prohibieron utilizar menores de edad y la explotación de animales.
El último que hacía títeres callejeros lo vimos hace ya más de veinte años. Venía con la mujer y con los niños, que se escondían cuando intuían la presencia de la policía, y seguía interpretando el viejo número de la cabra acrobática que cuando sonaba la trompeta subía los peldaños de una escalera plegable, se ponía de puntillas sobre un cuenco de madera y empezaba a dar vueltas como un trompo. Mientras la cabra ejecutaba su trabajo un perrillo juguetón daba saltos ‘mortales’ en el suelo.
El último de la cabra deambulaba como una sombra perdida en una ciudad donde ya no había arrabales repletos de niños que acudían a la llamada de la música con una peseta en la mano. El último de la cabra buscaba una mano generosa en las calles del centro, navegando a la deriva entre las prisas de los peatones y el ruido de los coches que apagaban su estribillo.
Tal vez, aquel trompetista callejero había sido antes uno de aquellos niños que en los buenos tiempos del negocio habían formado parte de la familia del número de la cabra. Quizá había heredado el oficio de sus mayores y subsistía a duras penas gracias a la caridad de los transeúntes que más por pena que por satisfacción, le echaban una moneda en el plato.
El último de la cabra lucía una trompeta brillante que contrastaba con sus ropas harapientas. Llevaba en la cabeza un sombrero antiguo y cada vez que sonreía le mostraba al respetable un diente de oro, el único testigo de aquellos tiempos mejores, cuando en cada barrio eran recibidos como si fueran artistas, cuando con una sola actuación en la Plaza de Pavía o en la del Quemadero, sacaban el jornal de dos días. Aquella troupe llegaba sin avisar. Aparecía por los barrios a primera hora de la tarde con sus números pasados de moda y su musiquilla antigua.
Solía venir los sábados, haciendo sonar una trompeta desafinada como señal de reclamo. En el silencio de la sobremesa retumbaba con un sonido de ultratumba aquella trompeta desgarrada que anunciaba la presencia de los artistas dispuestos a ejecutar las veces que hicieran falta el número del ‘más difícil todavía’. Primero vinieron con la trompeta y el tambor pintado con la bandera de España, y unos años después con un teclado y un amplificador infernal que hacía temblar las ventanas. Los vecinos les echaban dinero, pero no por su talento, sino para que se fueran a otro lado cuanto antes y dejaran de molestar.
La compañía con el número de la cabra, la que conocimos hace medio siglo, la dirigía un patriarca metido en años con aspecto de trotamundos. Llevaba siempre una vara en la mano y era el encargado de organizar a los miembros del grupo, componentes de la misma familia.
A veces la mujer tocaba el tambor mientras se ejecutaba el número de la cabra. El redoble del tambor nos recordaba el instante de las grandes emociones de los circos, cuando el trapecista se jugaba la vida. Al final, el público aplaudía la acrobacia mientras que los niños de la troupe se encargaban de pasar los platillos buscando la generosidad del respetable.
No sé por qué motivo, a mí nunca me gustó aquel espectáculo. Nunca disfruté viendo la actuación de aquella cabra con aspecto cansado, tan fuera de contexto, ni la escena de los niños mendigando unas monedas entre la gente.
Los artistas de la cabra me dejaban un extraño vacío, un sabor amargo, parecido al que sentía cuando pasaban los pobres por mi calle y las mujeres les daban alguna limosna. Tengo la sensación, como un recuerdo lejano, de que había muchos pobres en la ciudad, pobres de oficio, de los que habían hecho de la mendicidad una forma de subsistencia.
Los niños de antes disfrutábamos más con el carrillo de los helados y con aquel extraño personaje que muy de vez en cuando asomaba por el barrio ofreciendo la magia de los molinillos de viento. Llevaba una caña larga y redonda donde iban clavados los pequeños molinillos de papel que los niños comprábamos a peseta para colocarlos después en las ventanas de las casas y en los manillares de las bicicletas y que el viento los hiciera girar.
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