El repaso de cabezas en la escuela

Nos ponían en fila y nos miraban el pelo por si aparecían los temidos piojos

Una madre repasa la cabeza de su hijo mientras el hermano mayor repasa a su vez la cabeza de la madre buscando la presencia de parásitos, en 1970.
Una madre repasa la cabeza de su hijo mientras el hermano mayor repasa a su vez la cabeza de la madre buscando la presencia de parásitos, en 1970.
Eduardo de Vicente
09:00 • 27 ene. 2023

El temor a infectarse de piojos era un miedo real con el que convivíamos en la escuela y en la calle. Nadie estaba a salvo de aquellos temidos parásitos que anidaban en el cuero cabelludo de cualquiera que se le cruzara por delante. Solían habitar los barrios más desfavorecidos, allí donde se notaba más la pobreza y la falta de higiene, pero cualquiera podía sufrir el ataque a traición de aquellos insectos casi invisibles.



Un día, un rumor recorría las clases del colegio; el murmullo de los profesores, reunidos de urgencia, hacía presagiar que algo estaba pasando. Más temprano que tarde descubríamos por fin el enigma, cuando la maestra, acompañada por el director, rompía la monotonía de la lección o del copiado y nos convocaba a pasar delante de su tarima en fila india, lo mismo que nos colocábamos los domingos en la misa cuando íbamos a tomar la comunión. La diferencia es que la profesora nos  llamaba esta vez para examinarnos, no de Lenguaje ni de Historia, como era habitual, sino de limpieza y aseo personal.



Uno a uno nos hacía pasar por delante de la pizarra, nos invitaba a agachar la cabeza  y con recelo registraba entre el cabello en busca de alguna señal. Qué alivio sentíamos cuando nos daba el visto bueno y nos mandaba a nuestro pupitre. En aquella inspección casi siempre aparecía alguna víctima. Cuando descubrían que alguien estaba contagiado, lo mandaban inmediatamente a su casa con una serie de recomendaciones que tenía que cumplir para combatir los piojos  y poder regresar al colegio. 



La primera recomendación, que solíamos cumplir también aquellos que nos habíamos librado del insecto, era llevar el pelo muy limpio y preferiblemente lo más corto posible. Quizá fuera por este motivo por lo que nuestros padres se empeñaban en que el barbero nos pasara la maquinilla sin piedad, lo que entonces se llamaba un pelado al rape. Nos llevaban ante la presencia del peluquero como a un juicio y cuando llegábamos ante aquel togado con batín blanco se escuchaba la frase: “Lo deja usted curioso”, y aquella expresión caía sobre nosotros como una sentencia que nos dejaba sin ese proyecto de melena al que todos aspirábamos allá por los primeros años setenta, cuando estaba de moda entre los adolescentes las largas y densas cabelleras. 



Cuando llegábamos a nuestras casas con la noticia de que había aparecido en nuestra clase alguien con piojos, una sensación de alarma se desataba de forma automática porque la mayoría de nuestras madres, hijas de la posguerra, conocían de cerca el miedo a los piojos. 



Lo primero que hacían era lavarnos bien la cabeza, aunque fuera un día cualquiera de diario, con aquel champú de huevo que venía metido en un plástico en forma de azucarillo. Después corrían a la droguería más cercana a por aquella loción de ‘Z-Z’ que era milagrosa para espantar a los temidos parásitos. La amenaza de los piojos nos cambiaba la rutina durante los primeros días. Nos dejaban salir menos a la calle y nos metían el miedo en el cuerpo, diciéndonos que no nos acercáramos a fulano o a mengano, aquellos que tenían fama de lavarse poco.



También convivíamos de cerca con las pulgas, sobre todo aquellos que disfrutábamos asaltando a escondidas las casas viejas que durante años se quedaban abandonadas, cayéndose a sus anchas. Aquellas mansiones, que acababan siendo refugio de ratas y de gatos callejeros, eran un nido de pulgas. Más de una vez salimos infectados, con un picor urgente que nos recorría de los pies a la cabeza. Cuando llegábamos a nuestras casas llenos de ronchas, nuestras madres ponían el grito en el cielo, tocaban zafarrancho, calentaban dos ollas de agua y echaban nuestras ropas y nuestros cuerpos a hervir como si fuéramos a purificarnos en la hoguera del juicio final.



Las picaduras de las pulgas nos dejaban huella en los brazos y en las piernas, como si hubiéramos pasado las payuelas o el sarampión.



Temas relacionados

para ti

en destaque