Los que iban con los pies desnudos

En los primeros años 70 aún se podía ver gente que vivía sobre unos pies descalzos

Pies desnudos y zapatos pobres en una imagen de los años 60 en un pueblo de pescadores de la zona del Cabo de Gata.
Pies desnudos y zapatos pobres en una imagen de los años 60 en un pueblo de pescadores de la zona del Cabo de Gata.
Eduardo de Vicente
09:00 • 03 feb. 2023

Hubo un tiempo en el que tener unas zapatillas de deporte de garantía era un elitismo. Las llevaban los que jugaban al tenis o estaban federados en algún equipo de baloncesto o de balonmano. El resto, los niños de finales de los años sesenta, nos conformábamos con aquellos tenis de la marca la pava que nos duraban un invierno, el tiempo que tardaban en descomponerse. Se rompían casi siempre por el mismo sitio, la zona de unión con la puntera, una superficie que parecía fabricada con tela de saco y que no estaba hecha para resistir los avatares de la vida infantil. Con los tenis íbamos al colegio, jugábamos al fútbol, subíamos por los cerros y hasta corríamos por la orilla de la playa. Los tenis, al contrario del calzado de piel, nunca se heredaban porque jamás llegaban a viejos. Como decíamos entonces: “No duraban ni un asalto”.



Nos teníamos que conformar con los humildes tenis de tela y no teníamos derecho a quejarnos porque veníamos de la austeridad de nuestros padres y casi todos conocíamos a otros niños que ni siquiera tenían recursos para llevar unos tenis baratos. Quién no recuerda a aquellos niños de los cerros de la Chanca que venían a retarnos y nos pedían un desafío con el balón de por medio. Algunos jugaban completamente descalzos, a veces sobre el cemento del suelo del puerto y otras sobre los solares de tierra donde corrían el riesgo de clavarse una piedra o cortarse con una púa.



Había quien vivía con los pies desnudos, a quien de tanto andar sin protección se le había formado una segunda piel sobre la planta y no notaba ya ni el frío ni el dolor. Recuerdo, las mañanas en las que íbamos al puerto pesquero a ver cómo descargaban los barcos, a aquellos hombres jóvenes, hijos de la mar, siempre con los pantalones remangados y casi siempre con los pies desnudos sobre las húmedas y frías piedras del muelle.



En mi casa, cuando unos zapatos o una sandalias se nos quedaban pequeños y todavía les quedaba algún suspiro de vida, jamás se tiraban. Mi madre los recogía en una caja y los guardaba para cuando pasara alguno de aquellos pobres de solemnidad que aparecían por los barrios del centro con un viejo carro de madera y una talega a cuestas pidiendo desperdicios, calzado y ropa vieja.



A comienzos de los años 70 aún había gente que vivía con los pies desnudos. Cuando íbamos a jugar a la Plaza Vieja, casi siempre nos cruzábamos con niños que bajaban del Cerro de San Cristóbal que llevaban los pies completamente desnudos o que solo tenían unas chanclas de goma para el verano y para varios inviernos.



Los zapatos te delataban, contaban algo de tí, como si llevaras un carnet de identidad en los pies. Un niño con unos zapatos de charol radiantes solía estar un escalón por encima de la clase media, mientras que otro que llevara todo el año unas sandalias de goma, pertenecía, sin riesgo de equivocación, al escalón más humilde de la pirámide social.



En la década de los sesenta y la que vino después hubo un calzado que nos igualó y que se convirtió en un símbolo de esa clase media. Fueron los zapatos de la marca ‘Gorila’. La primera tienda en Almería que los puso en sus escaparates fue Calzados Plaza, en el número 31 de la Puerta de Purchena. Corría el año 1955.



Los ‘Gorila’ fueron evolucionando para adaptarse a las necesidades de los nuevos tiempos hasta que en la segunda mitad de los años 60, coincidiendo con la eclosión de los anuncios televisivos, se convirtió en el calzado más famoso del país, llegando a formar parte de la indumentaria habitual de los colegiales.


El éxito de estos zapatos se basaba en su versatilidad y en su resistencia. Los ‘Gorila’ los utilizabas para ir al colegio y también para jugar al fútbol, desobedeciendo los consejos de las madres que tanto empeño ponían en que los zapatos nos duraran un curso y si es posible que sirvieran después para el hermano que venía detrás.



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