En la calle de la Almedina, en la puerta del bar Casa Juan, tenían su parada oficial los lecheros que cubrían el servicio con el barrio de la Catedral, la Plaza de Pavía, la Chanca y el Reducto. Hacían un paréntesis en la jornada, se tomaban un respiro y algo más y reponían las fuerzas perdidas después de media jornada de trabajo.
Eran los lecheros ambulantes, los que iban de casa en casa y despachaban la mercancía en las mismas puertas. Llegaban con sus cacharras metálicas y vertían la leche recién ordeñada en los cazos que sacaban las mujeres. A mediados de los años sesenta los frigoríficos eran todavía un artículo de lujo y en la mayoría de las casas no se disponía de semejante adelanto, por lo que le leche se compraba para consumirla en un día, y al siguiente volvía a aparecer el lechero y así un día tras otro se repetía esa escena que formaba parte de nuestra vida cotidiana. A los niños nos gustaba contemplarla, ponernos en primera fila y disfrutar con aquel ritual: el ruido de la leche cayendo en el cazo y ese perfume, todavía caliente, que nos iba despertando el paladar.
Recuerdo la batalla que las madres solían tener con los lecheros para que trajeran la mercancía lo más pura posible, sin el agua que a veces se usaba para aumentar las ganancias. En esa batalla estaban también implicados los guardias municipales, que de vez en cuando aparecían sin avisar y montaban un pequeño laboratorio en medio de la calle para medir el agua que llevaba la leche.
En los años de la posguerra, cuando los casos de adulteración eran más frecuentes, las multas eran importantes y los nombres de los infractores aparecían publicados al día siguiente en las páginas del periódico Yugo para que todo el mundo supiera quién había pecado.
Casi todas las familias teníamos nuestro lechero de confianza y salvo que sufriéramos un gran desengaño, procurábamos conservarlo y llevarnos bien para que nos trajera la leche lo más fresca posible. Por mi barrio estuvo viniendo durante años Manuel Lores. Su estampa, cabalgando a lomos de su moto por las calles de Almería, con su pequeño cuerpo oculto tras las inmensas cacharras de leche, forma parte de la memoria colectiva de la ciudad.
Primero lo conocimos con una Rieju y luego con una Derbi de dos caballos y medio que se le hacía inmensa al bueno del lechero. Parecía imposible que aquel hombre, que arrastraba una tara física importante, pudiera tirar con el cargamento, pero más difícil era que la policía tardara diez años en ‘cazarlo’ por conducir sin tener el carnet reglamentario. Rosa, su mujer, que tanto le ayudaba en el reparto, contaba que una vez que su marido pasó con la moto cargado atrás con tres enormes cacharras, una mujer que estaba en la calle dijo asombrada al ver el vehículo cruzar: “Una moto andando sola”, porque la figura del conductor no se veía, oculta entre las enormes vasijas.
Había días en los que Manuel Lores llegó a transportar ciento quince litros de leche por las calles de Almería. Salía de Los Molinos y llegaba hasta el Barranco del Caballar y a los arrabales más pobres como el barrio de las Perchas y las cuevas de La Chanca. A veces, cuando al terminar el reparto le sobraban algunos litros, solía frecuentar a las familias más necesitadas para dejarles el regalo, que tantas veces fue el único alimento de los niños pobres. Manuel Lores fue el lechero de nuestra infancia, al que los niños rodeábamos cuando aparecía por la calle para presenciar como iba llenando, cazo a cazo, las ollas de nuestras madres.
Había barrios como el de los Molinos, donde los vecinos tenían donde elegir, ya que toda aquella zona de la ciudad estaba sembrada de vaquerías. En el Zapillo también hubo varias, aunque ninguna llegó a ser tan famosa como la de la calle Tejar, regentada por Angelica la lechera. Por su establo pasaron casi todas las madres del lugar cuando se acercaban a la puerta provistas con sus cacharros para llevarse la leche recién ordeñada.
Las mujeres que no podían darle el pecho a su hijo se surtían en la vaquería de la calle de Tejar y le decían a la dueña una frase habitual en aquella época: “Angelica, la leche que me dé usted que sea de la misma vaca que es para el niño”.
La vaquería formaba parte del barrio y estaba integrada en un paisaje donde se mezclaban las formas de vida de la Vega, ya en retirada, con las nuevas urbanizaciones que iban llenando el barrio de modernidad.
Las cuadras de Angelica eran un referente en medio de aquellas calles que no paraban de crecer. Las vacas amarradas a los postes de la luz, los montones de paja que servían de alimento al ganado, la presencia de los marranillos que luego se sacrificaban en el tiempo de las matanzas, el olor a estiércol y a leche que estaban presentes a todas horas, llenando la calle de una atmósfera rural que hacía la vida mucho más cercana.
La leche de Angelica crió a medio barrio del Zapillo en los años del llamado ‘baby boom’. Eran muchos los vecinos que acudían allí a por la leche, que además se distribuía por el Tagarete, por Ciudad Jardín y por las Quinientas Viviendas.
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