La plazoleta tenía un vínculo de pertenencia que no tenía una plaza. La plazoleta era un espacio más íntimo, como el patio grande que no tenías en tu casa, mientras que una plaza era un escenario más cosmopolita abierto a los vecinos de toda una manzana y a cualquiera que pasara por allí.
Una plazoleta podía ser un solar en medio de cuatro casas, una explanada cualquiera. No necesitaba ni árboles, ni jardines, ni bancos de madera ni una fuente de agua. La plazoleta se quedaba fuera de los caminos oficiales, como una cala perdida que solo nos pertenecía a nosotros, los que vivíamos en ella. Por la plazoleta apenas pasaba el barrendero, ni los policías municipales que vigilaban las calles, ni el hombre de la luz para recambiar una bombilla. Cuando se fundía podían pasar meses de oscuridad completa, porque la oscuridad siempre fue la amiga cómplice de los niños callejeros.
Había una primera vez, cuando empezabas a dar los primeros pasos sin la mano de tu madre, en la que te dejaban salir solo a la plazoleta, a ese refugio cercano donde te sentías tan seguro como en un vientre materno. La plazoleta era la ilusión diaria. Nada se igualaba con esas emociones que sentías cuando salías a la plazoleta y echabas a volar. Era el lugar donde tenías tu primer contacto con el mundo más allá de tu familia, donde ibas descubriendo a los primeros amigos, donde la vida te marcaba a fuego los valores del compañerismo, el placer de lo compartido y el sabor amargo de las derrotas. El llanto, que tanto valor tenía en tu casa, pegado a las faldas de tu madre, era un argumento insignificante en la plazoleta. Llorar en tu casa siempre te abría una puerta, mientras que llorar entre tus amigos de la plazoleta era todo un síntoma de debilidad.
La plazoleta, por pequeña que fuera, nos parecía una inmensidad, un territorio que nunca terminábamos de explorar porque estaba en continua renovación. Cada vez que llegaba un niño nuevo se estrenaba la plazoleta. Muchos años después, cuando ya de mayores regresábamos por aquellos escenarios de nuestra infancia nos preguntábamos cómo aquel espacio tan reducido representaba todo un universo para nosotros.
En la plazoleta siempre había una vecina que se quejaba de los balonazos que le daban en la fachada, la que echaba cubos de agua sucia para ahuyentar a los chiquillos y la que desesperada iba en busca de nuestras madres para quejase y decirle aquello de que sus hijos no la dejaban descansar.
Mi plazoleta estaba detrás de la casa de mis padres, entre la antigua calle de Eusebio Arrieta, que hoy está dedicada al poeta Valente, y la calle Arráez. Era un territorio único e irrepetible, que se había formado tras el derribo de una manzana de viviendas allá por los primeros años sesenta. Cuando se tiraron las casas allí se creó una parcela destartalada y recogida a la vez, tan apartada del tránsito de la vida que cuando te metías en ella tenías la sensación de penetrar en otra atmósfera.
Mi plazoleta tenía el pavimento de tierra y como estaba al margen de cualquier ordenanza y de cualquier norma, podíamos utilizarla a nuestro antojo. Así que cuando llegaba la temporada de jugar a los trompos hacíamos hoyos en el suelo con absoluta impunidad y cuando tocaba jugar al fútbol, que era casi siempre, nos regalábamos el pequeño placer de pintar con cal las líneas del terreno de juego como si fuera de verdad o de levantar con cuatro maderas unas portería que se sostenía en pie hasta que llegaba el fuerte de la pandilla y la desmoronaba de un balonazo.
En mi plazoleta hacíamos hogueras cuando llegaba la víspera de San Antón y en las noches de verano, casi a oscuras, nos sentábamos en los trancos a contarnos las historias prohibidas a salvo de la mirada de los mayores. En un portal de aquella plazoleta, entre la casa de Acción Católica y el convento de las Puras, descubrí por primera vez el milagro de un beso. De aquel beso que me abrió el camino de la adolescencia y me fue alejando de la plazoleta.
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