Los chichones formaban parte de nuestra indumentaria. Estaban considerados como una herida de guerra en esa batalla diaria del juego y la aventura que los niños afrontaban solos ante el peligro, sin esa vigilancia obsesiva de las madres de ahora. Hoy ya no se ven tantos chichones porque ya no salen solos a la calle ni juegan al dólar ni rozan las piedras ni trepan por las tapias de lo solares. Los niños de ahora se podrían hacer un chichón en un descuido contra la pantalla del ordenador mientras guerrean con los marcianos de un video juego.
Los chichones nos delataban y cuando nos dábamos un golpe y al tocarnos la frente sentíamos su presencia, nos poníamos a temblar, no por la herida que nos habíamos hecho, sino por las consecuencias que podía tener a la hora de volver a salir a la calle. Un chichón te condenaba irremediablemente cuando llegabas a tu casa y tu madre ponía el grito en el cielo y fuera de sus casillas clamaba a todos los santos del día diciendo aquello de “me vas a matar a disgustos. Mira como vienes, hecho un ‘eccehomo’. Ya verás cuando te vea tu padre”.
Ese cielo al que miraban las madres se nos caía de golpe sobre nuestras inocentes cabezas cuando a continuación emitía su veredicto y sentenciaba: “Se ha acabado la calle. No quiero más calle”. En ese momento sentíamos un dolor inmenso, no en el bulto de la frente, sino en medio del pecho, entre el alma y el corazón. Quedarnos sin calle era el precio más alto que un niño de antes podía pagar y era a la vez un castigo injusto, ya que nadie buscaba hacerse un chichón, sino que llegaba como consecuencia del riesgo natural que entonces corríamos cuando nos dejaban sueltos con los otros niños del barrio.
En raras ocasiones, un chichón nos obligaba a pasar por las urgencias del Hospital o de la Casa de Socorro. La cura solía practicarse en la misma casa y la enfermera era siempre tu madre. Los remedios que se utilizaban para frenar el temido chichón eran variados. El más usado era el de untarse el bulto con aceite de oliva, que era cosa santa. También se recurría al viejo método de la saliva, que lo mismo se empleaba para quitarte un churrete de la cara que para contrarrestar una inflamación después de un golpe. Había quien rizaba el rizo y para combatir un chichón se colocaba una moneda de plata sobre la zona afectada, bien agarrada con un vendaje alrededor de la cabeza, por lo que parecía que había llegado de alguna guerra.
Hacerte un buen chichón tenía también su parte buena, ya que te daba cierto protagonismo entre el grupo de amigos y sobre todo, cuando al día siguiente llegabas al colegio y todos te rodeaban para preguntarte cómo había ocurrido el percance. El chichón era un solvoconducto, ya que tu condición de accidentado te protegía de los temores diarios del colegio. Ese día el maestro no te sacaba a la pizarra ni te preguntaba la lección, por no hurgar más en la herida.
Ya apenas se ven niños con chichones como los de antes. Han desaparecido, forman parte de la historia, como en su día también pasaron al olvido los yesos. A casi todos, tarde o temprano, nos llegaba la hora de que nos colocaran una célula de escayola para arreglarnos el hueso que se nos había desencajado. La temporada de los yesos era en primavera y en verano. Parecía que a todos nos daba por rompernos algo cuando llegaba el buen tiempo. Las muñecas y los tobillos eran las partes del cuerpo más afectadas. Llevar un yeso en verano era una pena doble ya que ni podías participar en los juegos ni bañarte en la playa, pero además te llenaba de los malditos picores que te obligaban a buscar soluciones de urgencia como meterte un palo o una aguja de lana para rascarte hasta la saciedad.
Los yesos, como los chichones, te daban caché entre los amigos y cuando aparecías por clase con tu yeso recién colocado, se formaban colas delante para poner firmas y dedicatorias sobre el blanco inmaculado de la escayola.
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