Hubo un ángel en el Hospital Provincial -ese por el que han desfilado estos días miles de almerienses descubriendo todos sus secretos- que se llamaba Gregoria Ayala Alduán. En su aspecto rudo de mujer norteña habitaba un corazón noble que quitó dolor y soledad a cientos de niños a los que nadie querían. Fue la mujer con más hijos de Almería sin haber parido ninguno. Sor Gregoria, la madre Gregoria, fue un ser humano que escamoteó tristezas, que empañó lágrimas, que cantó nanas a tantos infantes que dejaban abandonados a las puertas de ese Hospital que pronto será Museo de Arte. Antes de que lleguen a sus paredes Antonio López y Sorolla, se debe saber que hubo una mujer, una monjita de Navarra, que pintaba de felicidad la cara de los niños del Hospicio de aquella Almería.
Habría que ponerse en situación y comprender aquel tiempo remoto cuando era norma habitual abandonar niños en una canastilla para que las monjas los alimentaran; eran niños no queridos, no deseados o cuyos padres, en esos tiempos de miseria, no podían pagarles un cuenco de leche para alimentarlos ni unas ropitas para protegerlos; eran niños expósitos, sin apellidos, muertos de frío y sin amamantar, con los ojos llorosos, ángeles inocentes que habían llegado al mundo por un error o vaya usted a saber por qué, pero que estaban ahí, hechos, como los demás, de carne y de hueso. Y allí estaba Gregoria, que durante años ejerció de madre postiza de esa legión de huerfanitos del hospicio, arropándolos por las noches, pidiendo algún juguete en la Casa Ferrera para ellos por Navidad, para que supieran lo que era jugar; allí estaba esa Madre, no de Calcuta sino de Almería, para que al menos comieran una vez al día, saliendo a pedir por las tiendas, por los comercios de la ciudad cualquier sobrante con los que hacer un guiso de patatas; allí estaba esa monja con su cofia, con su pecherín blanco dando calor a tanto niño huérfano de afectos y de meriendas de pan con chocolate, infantes flacos por falta de alimentos y de besos, por falta de madres reales y de magdalenas como las de Proust.
Sor Gregoria llegó a Almería a principios del siglo XX procedente de Cintruénigo, un pueblecito navarro al lado de Tudela donde germinan generosos espárragos y olorosos vinos. Venía de una familia acomodada, pero renegó de la opulencia para centrarse en los que nada tenían y tomó los hábitos de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y cuando le propusieron marchar al sur, donde se habían diseminado varias hermanas -decenas de monjas navarras pasaron curiosamente por el Hospital Provincial- no se lo pensó.
En 1924 sustituyó como Madre Superiora del Hospital y del Hospicio a Catalina Espeleta, que era de Teruel. Decidió centrar su labor en los más inocentes, en los niños expósitos, arrinconando a la Diputación, al Ayuntamiento, al Obispado, para que hicieran donaciones periódicas. Ella fue la primera que institucionalizó los convenios de caridad para que ninguno de sus niños pasara nunca más hambre o no tuvieran un trajecito que ponerse los domingos.
Las Hijas de la Caridad llegaron a Almería por primera vez en 1847. Fueron cuatro monjas las fundadoras, según relataba el decano de la beneficencia provincial, José Cordero Soroa: Sor Teresa Martínez, de Eibar; Josefa Albuza, de Falset, Navarra; Ramona Barreiro, de Asturias; y Jacinta del Valle, de Santander. Llegaron en tartana a una Almería aún amurallada y conventual, tras sufrir un percance por el camino en el que volcó el carro y tuvieron que ser auxiliados por un cortijero que les ayudó a pasar la noche en un gallinero.
Se hicieron cargo del Hospital y fundaron la Tienda Asilo, el Hospicio, el Comedor de pobres de la calle Alcalde Muñoz y también el Manicomio, a cargo de Sor Policarpa Berbería. Tuvieron que hacer frente a hambrunas, a epidemias de cólera y gripe, a ver nacer y a ver morir. Pero fue esa Gregoria navarra la que quedó en la memoria colectiva como la auxiliadora de los niños más necesitados.
Por eso, el Gobierno de la República, en septiembre de 1935, a solo diez meses de la cabrona Guerra, le impuso la Cruz de la Beneficencia de primera clase. Fue un espléndido día de otoño, en el patio central del Hospital lujosamente adornado para la ocasión. Allí estaba el presidente de la Diputación, José Guirado Román, el decano de la Beneficencia, el doctor Pérez Cano, el padre prior de su pueblo natal, Felipe Chiveti y toda la pléyade de autoridades civiles y militares. No faltó nadie para ver cómo le colocaban a Sor Gregoria la Cruz en su pecho; no faltó la banda de música, tocando el himno de Riego y no faltaron sus niños, sus queridos niños del hospicio, algunos de ellos ataviados con vestiditos de maceros y de heraldos, esos niños abandonados que, gracias a su labor trotando la ciudad, recorriendo calles, nunca volvieron a pasar hambre. Uno de ellos, Pedro Arvide, un poeta en ciernes, le dedicó unos versos a la Madre, a su verdadera madre que los había acunado desde bebés.
Sor Gregoria tuvo que abandonar Almería cuando estalló la Guerra, aunque nadie se atrevió a ponerle una mano encima. Después, ya nunca volvió a la ciudad a la que tanto dio.
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