Los almerienses no tenemos un idioma que nos diferencie, pero sí una serie de vocablos y expresiones que nos identifican. Muchas de ellas las heredamos de nuestros mayores o las aprendimos en las horas que pasábamos en la calle jugando con otros niños. Muy relacionadas con el vínculo familiar eran las palabras jamote, japuana y clujío.
En los tiempos en los que no había ducha en la mayoría de las casas y el cuarto de aseo era una pila de piedra en un rincón del patio, se empleaba mucho la frase: “Mete la cabeza en la pila y pégate un jamote”, que era un lavado a medias en el que uno se adecentaba quitándose los churretes más llamativos, que eran los de la cara.
El clujío era una forma suave de castigo, el manotazo que nos daban nuestras madres en el trasero, mientras que una japuana era algo mucho más serio, una paliza completa. Si nuestro padre nos propinaba un tortazo por alguna falta grave que habíamos cometido, decíamos que nos había dado un jarreón, y si éste había sido más fuerte de lo habitual, solíamos decir que nos lo había pegado con ‘tos sus bríos’.
El mundo de los recados también tenía sus expresiones particulares. En Almería utilizábamos mucho la frase ‘ir a hacer un mandao’ cuando nos encargaban algo. Ir a comprar a la tienda tenía su expresión netamente almeriense, ‘anca’. “Vete anca Lolica y que te de un kilo de tomates, pero que no estén espachurraos ni chuchurríos”, nos decían, empleando otras dos palabras muy características de nuestra jerga.
Si alguna vez nos teníamos que quedar solos en la casa porque nuestros padres tenían que salir a la calle, era muy habitual la frase: “Ten mucho cuidao y no le abras a nadie que te quedas solico y mondo”. En esas horas sin vigilancia familiar, era común que los niños ‘arramblaran’ con toda la comida que se encontraran en la casa. Arramblar era muy típico de Almería cuando queríamos expresar que nos habíamos llevado algo por delante. Cercano a este vocablo estaba el de ramblaje, que empleábamos mucho cuando alguien le daba una patada intencionada a otro jugando al fútbol.
El lenguaje de la calle era más espontáneo y más atrevido que el que se hablaba en las casas. Había una jerga propia de los niños, una serie de palabras que nacían y morían en los juegos callejeros, donde los niños tenían la oportunidad de expresarse con la libertad que no encontraban dentro de las aulas ni en el entorno familiar.
Cada uno de los juegos de la calle tenía sus palabras características, sus expresiones diferentes. El fútbol era un paraíso de vocablos y expresiones. Antes de empezar a jugar se montaba para elegir a los equipos. Los protagonistas solían ser los líderes, los dos jugadores más habilidosos del barrio. Montar era ponerse uno enfrente del otro y aproximarse pie a pie diciendo “monto, cabo, monto, cabo”, así hasta que el primero en llegar al pie del contrario tenía el privilegio de empezar eligiendo jugadores. Cuando uno de los equipos era claramente superior al otro por la calidad de los futbolistas, se decía que llevaba bollo para anunciar su excesiva ventaja.
A veces no había niños suficientes para organizar un partido con dos equipos y no había más remedio que montar una revolera, donde uno hacía de portero y el resto, de forma individual, formaba un equipo en sí mismo. Al acto de jugar individualmente se le llamaba ‘cada uno con su pellejo’ y cuando uno de los competidores quedaba eliminado se empleaba la palabra escalichao.
Al que era muy miedoso y no metía la pierna le llamaban jiñao y cuando dos niños chocaban en cualquier juego, cabeza contra cabeza, se utilizaba la palabra caramonazo para nombrar el incidente. Si alguien se quedaba en el suelo tras una caída con daños evidentes, se decía que se había quedado esparrabao y si se demostraba que estaba fingiendo se le acusaba de tranfullero, que era la denominación callejera del tramposo de toda la vida.
Existía también un lenguaje más chulesco, con un aire arrabalero que solía ser patrimonio de adolescentes y pandillas. Si había alguien que estorbaba en la reunión, se le decía “nene, humo”, o con un chasquido de dedos empleaban la palabra fosquimonis para anunciarle que se fuera inmediatamente.
Cuando uno aparecía con un reloj de propaganda o una pelota de cuero que era de imitación, se recurría a la expresión “eso es hanna” para indicarle el escaso valor del objeto. Si un muchacho rondaba a una joven sin que ésta le hiciera caso, los amigos le sugerían que “no hiciera más el lila”.
A comienzos de los años setenta se popularizó el adjetivo dabuti, que era como decir que una cosa estaba bien hecha, y en el barrio de Pescadería se puso de moda la palabra ‘sosio’, que fue el antecedente de la expresión colega, que se extendió como una epidemia a lo largo de los años de la Transición, cuando todos nos convertimos de pronto en colegas.
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