A los niños de antes nos daba mucha vergüenza lo de San Valentín y cuando con diez u once años alguien nos lanzaba aquella pregunta tonta de que si ya teníamos novia, nos ruborizábamos automáticamente y cambiábamos de conversación. Si nos gustaba alguien llevábamos nuestro amor en silencio, que era la única forma de manejar los amores imposibles de la infancia.
El enamoramiento formaba parte de nuestra vida desde que íbamos a la escuela y nos enamorábamos platónicamente de la compañera de clase de la que casi todos se enamoraban. Aquellos amores tempranos eran infieles como el tiempo y duraban lo que tardábamos en conocer a otra persona, a aquella prima de nuestra vecina que venía en agosto del pueblo para ver la feria, o de la hermana mayor de un amigo que acababa de dar el salto a la adolescencia y se aparecía ante nuestros ojos como una diosa.
Nos enamorábamos, pero procurábamos no contárselo a nadie, que aquel sentimiento fuera madurando en nuestra imaginación hasta que desapareciera en la niebla del olvido. Ese día en el que un adulto nos preguntaba si teníamos novia nos sentíamos ridículos, nos poníamos colorados, nos daban ganas de huir, por eso no nos gustaba la fecha del 14 de febrero en la que siempre aparecía algún indiscreto que quería colarse en nuestro corazón.
Los amores tempranos se parecían al flechazo del que hablaban las canciones, eran súbitos, desobedientes y antisistema. Surgían por arte de magia, no obedecían a ningún tipo de interés y se saltaban las normas.
Recuerdo, que en la tienda de mis padres las mujeres hablaban mucho de amor a la hora de la compra y que en esas conversaciones se mezclaban los amores alocados de los adolescentes que estaban dispuestos a perderse juntos, con las pasiones pasadas de fecha, lo que entonces llamaban amores tardíos.
Había una edad para casarse y cuando cruzabas la frontera y seguías soltero te colocabas con un pie fuera de contexto. El soltero y sobre todo la soltera, no estaban bien vistos y había parejas que acaban uniéndose para no quedarse fuera del rebaño. Casarse viejos, como se decía antiguamente, significaba tener menos posibilidades de formar una familia, que era uno de los pilares de la sociedad. Cuando una pareja ya metida en los cuarenta contraía matrimonio, llegaban las prisas porque el tiempo se les echaba encima como una losa a la hora de tener hijos.
Había parejas que se eternizaban en la calma lenta de los noviazgos interminables. Pasaban los años y seguíamos cruzándonos con esa pareja de novios eternos que a nuestros ojos se iban marchitando con la misma pulcritud que se les había pasado de moda la ropa de los domingos.
Un noviazgo largo también estaba bajo sospecha y siempre había algún familiar o algún amigo que les hacía el comentario: “A qué estáis esperando? Que se os va a pasar el arroz”. Y el arroz se les iba enfriando esperando a que él tuviera un trabajo seguro para poder meterse en la primera letra del piso que ya tenían apalabrado. Todavía, en aquellos años, una mujer soltera no estaba bien vista y “quedarse para chacha o para vestir santos” era para muchas un infortunio que tenían que llevar con resignación.
En Almería tenemos muchos casos de comerciantes ilustres, que de tanto dedicarse a sus negocios se olvidaron del amor y formaron parte de la cofradía de los amores tardíos. Algunos se casaron maduros y tuvieron tiempo después de formar familias numerosas.
Los niños de antes fuimos creciendo escuchando la cantinela de los amores eternos y de los novios formales, como si nuestro porvenir ya estuviera escrito de antemano. Nos contaban que el amor tenía que ser para siempre, obligatoriamente, cuando la realidad nos dictaba lo contrario. A nosotros, que en un curso nos enamorábamos varias veces y otras tantas a lo largo de un verano, no nos cuadraba el mensaje aquel de la fidelidad eterna de que solo podíamos querer a un hombre o a una mujer, que no había hueco para nadie más en nuestro pequeño corazón.
Veíamos a los novios paseando su rectitud por el Parque, agarrados de la mano como si les hubiesen echado una pala de cemento, y asumíamos que tarde o temprano a nosotros también nos llegaría el día de convertirnos en novios formales y de pasar por el altar.
Todavía, en los años sesenta, la mayoría de las parejas tenían prisa por casarse en una época en la que no se concebían las relaciones íntimas sin haber pasado antes por el altar. Casarse era la única oportunidad de conocerse sexualmente, sobre todo para las mujeres, sobre las que recaía casi todo el peso de la moral de aquel tiempo. Una joven que había tenido más de un novio estaba mal considerada, mientras que a un hombre se le permitía flirtear sin límite.
Para una pareja de novios todos los caminos conducían al matrimonio si el muchacho era como Dios mandaba y hasta los anuncios de la radio te empujaban a dar el paso: “Usted ponga el novio, que París Madrid pondrá los demás”, decía el mensaje de aquel famoso negocio de la calle de las Tiendas.
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