El miedo a los amores de paso

El paradigma de los amores efímeros era el de los soldados, que solo buscaban “pasar el rato”

Dos muchachas paseando con timidez por la Puerta de Purchena ante la presencia de un grupo de Regulares de Melilla.
Dos muchachas paseando con timidez por la Puerta de Purchena ante la presencia de un grupo de Regulares de Melilla.
Eduardo de Vicente
09:00 • 15 feb. 2023

Los amores de paso solían ser flor de un día, amores efímeros, que difícilmente llegaban a viejos. El paradigma de los amores de temporada era el de los soldados y el de los futbolistas, aunque en Almería se dieron bastantes casos de relaciones por las que pocos apostaba y que al final cuajaron en matrimonio. 



En el recuerdo tenemos los casos de jugadores del Almería que vinieron con las maletas inquietas y se quedaron para siempre en nuestra tierra por un amor. Los más veteranos recuerdan a Sousa, aquel jugador canario que acabó regentando un estanco después de casarse con una almeriense; a Arias, guardameta de los años sesenta que también se quedó afincado para siempre en Almería por una mujer, o casos más recientes como Jesús Unamuno y Alfonsín, jugadores de la A.D. Almería. Uno vino de Bilbao y el otro de Huelva y se hicieron almerienses para toda la vida. Aquí conocieron a sus novias, aquí se casaron y aquí encauzaron sus vidas después del fútbol.



Los amores de paso más perseguidos, los que se consideraban prohibidos en las familias, eran los que estaban relacionados con los soldados que venían un año a Almería a hacer la mili. Las muchachas salían los fines de semana a la calle aleccionadas para que evitaran relacionarse con un militar, ya que pesaba sobre sus cabezas la leyenda negra de los amores de paso, aquella que les otorgaba la condición de oportunistas, de “ir a pasar el rato y después, si te he visto, no me acuerdo”, repetían una y otra vez las madres de entonces.



Una madre solo pensaba en la honra y en el porvenir de su hija y no se ponía jamás en el otro lado de la balanza, en el corazón desvalido de aquellos jóvenes que tenían que dejarlo todo: sus familias, sus tierras, sus trabajos, sus estudios y a veces también a sus novias, para cumplir con la tortura del servicio militar obligatorio. 



Algunos venían del norte, de los rincones más alejados del mapa y esa lejanía aumentaba su soledad. Cuando los fines de semana les daban permiso para “bajar a Almería” después de siete largos días aislados en Viator, ese sentimiento de soledad que ya traían de sus casas se multiplicaba por dos cuando vestidos de caqui paseaban su destierro por las calles y por los bares del centro. Maldita soledad aquella, que les dejaba un vacío en el pecho y les hacía llorar cuando en la oscuridad de una sala de cine, en aquellas sesiones para militares de las tres de la tarde, el pensamiento se les quedaba colgado en lo que habían dejado atrás. 



Aquellos soldados forasteros, llenos de nostalgias y de miedos, solo curaban sus heridas conociendo a una muchacha en Almería, construyendo una nueva ilusión que les hiciera menos larga la espera.Pero las madres solo miraban por sus hijas y no se les ablandaba el alma cuando veían a un soldado, al contrario, las amenazaban diciéndoles que si se enteraban de que estaban tonteando con un militar no volverían a salir solas ni para ir a por el pan.



Los consejos maternos no siempre triunfaban. Todos conocimos algún caso de una muchacha de Almería que estuvo saliendo con un soldado. Era complicado evitarlos, los domingos invadían los lugares de ocio que en los años setenta eran los cuatro bares del centro y sobre todo, las discotecas. Allí aparecían, preparados para el ligue, aquellos jóvenes forasteros que previamente se habían vestido de paisanos en la sordidez de un váter de café. Llegaban vestidos de paisano para ocultar su condición militar, pero el pelo rapado, la tez curtida y su forma de mirar acababa delatándolos.



Los niños también teníamos nuestros amores de paso. Durante siete años fuimos muchos los que caímos atrapados en las redes de aquellas jóvenes de Mont de Marsant que venían para la feria. En sus gestos, en la forma de ponerse el cigarrillo entre los labios, en la manera de mirarnos sin rubor, en aquellos acentos que sonaban a música celestial y en aquellas piernas curtidas por el ejercicio para las que no estábamos preparados, se encerraban todos nuestros sueños prohibidos de pobres niños reprimidos por el miedo al pecado mortal.



Temas relacionados

para ti

en destaque