Qué desgracia teníamos en Almería. Quién nos había echado el mal de ojo. Qué astros se alineaban para llenar de sombras nuestro destino. Otra vez se nos cruzaba por delante ese maldito cenizo que nos condenaba a ser pobres toda la vida, justo en el momento más inoportuno, cuando acabábamos de comernos las uvas para recibir el bendito año de 1966, una fecha marcada en rojo en nuestro calendario, un año lleno de esperanzas económicas en el que todo parecía programado para que el proyecto turístico de nuestra tierra se asentara definitivamente y cogiera cuerpo.
Nadie se podía imaginar lo que el cielo nos tenía preparado. Aquí estábamos acostumbrados a que del cielo nos llegaran las inundaciones que tanto daño causaban en nuestro infinito entramado de ramblas y en nuestros barrios más pobres, pero quién iba a pensar que en vez de chuzos de punta o de granizo, nos iban a caer dos aviones con bombas y lo que era peor aún, la incertidumbre de un mar contaminado por la radiactividad.
Pensábamos que todo lo teníamos a nuestro favor, que hasta el ministro Fraga se había puesto la camiseta de Almería para llevarnos en volandas y embarcarnos en ese gran trasatlántico del turismo que nos iba a sacar de pobres. Habíamos entrado en el nuevo año contándole a España que en Almería se estaban construyendo veintiséis hoteles, que nos íbamos a modernizar de verdad, que no queríamos seguir en la cola, siendo aquel nido de fondas baratas donde paraban los viajantes más humildes y los mercaderes del barco de Melilla que trapicheaban con la mantequilla y el queso de bola. Íbamos a tener hoteles de verdad, con bañera y váter dentro de las habitaciones, y hasta con un servicio de botones perfectamente uniformados, como los que veíamos en las películas. Sí, los hoteles eran una realidad y algunos tan lujosos como el Gran Hotel que se estaba terminando frente al Parque o como ese Parador Nacional que se acababa de concluir en Mojácar y que ya estaba a punto para el próximo verano.
Teníamos por delante un año de grandes emociones, eso nadie lo dudaba, pero ni el más pesimista podía pensar que el 17 de enero dos aviones norteamericanos iban a chocar en el aire y se iban a hundir en las aguas vírgenes de nuestro litoral, en esa zona de preferente actuación turística que empezaba en nuestro querido Cabo de Gata. Dos aviones amigos, se decía, pero dos aviones que no iban cargados de leche en polvo ni mantequilla como los de antes, sino que llevaban bombas de verdad y posiblemente, la mayor de todas las plagas de entonces: la radiactividad.
A partir de aquel fatídico día se paró el reloj del turismo, o al menos se quedó en espera de que las autoridades confirmaran que el incidente no había dejado huella ni en el mar ni en la tierra. Desde el primer instante se pusieron en marcha todos los mecanismos para contarles al mundo que las aguas de Almería seguían estando tan limpias y puras como habían estado siempre, pero no pudieron frenar que un ejército de periodistas llegado de media Europa viniera a retransmitir en directo las consecuencias del suceso y que hablaran del peligro real que amenazaba sobre todo a los vecinos de Palomares.
La prensa local contrarrestaba los negros augurios de la prensa europea y se empeñaba en contarnos que no pasaba nada, que las malas noticias eran una inventiva sin fundamento del periodismo sensacionalista que trataba de hacer negocio con la desgracia ajena. Para que la normalidad volviera a imponerse, el ministro de Turismo dio órdenes de que el Parador de Mojácar entrara en servicio en febrero, un mes antes de que el señor Fraga viniera a bañarse en la playa damnificada para decirle al mundo que no había riesgo alguno, que las aguas de Almería estaban inmaculadas y que no había otros tomates ni otras habas como las que nacían en las fértiles huertas de Palomares.
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