La Vega nos pertenecía a todos. Cuando los tiempos cambiaron, cuando la ciudad le fue ganando terreno, la Vega de Acá fue el patio de recreo de los niños y adolescentes que acorralados por los edificios y los coches que empezaban a invadir el centro de la ciudad tenían que emigrar a otras ‘latitudes’ para organizar un partido de fútbol.
Ir a jugar a la Vega era una gran aventura para los que llegaban de los barrios más lejanos. Era como hacer un viaje en el que tenías que cruzar dos fronteras: la Rambla y las vías del tren. Ir más allá de la Rambla era salirse de los límites permitidos por la mayoría de los padres, saltarse las normas, probar el dulce sabor de la desobediencia.
Las vías del tren eran el riesgo puro y duro y el placer de los lugares prohibidos. Las vías parecían tan lejanas que cuando las cruzabas tenías la sensación de estar en otro universo. Y en cierto modo lo era, porque la Vega tenía sus propios olores y sus normas. Allí las calles eran senderos y el asfalto la tierra mojada después de la lluvia. El ruido lo ponía el viento y los pájaros y el tiempo se detenía en un espacio sin prisas y sin relojes.
Allá por los años sesenta, la Vega iba en retirada, había iniciado un proceso lento, pero sin marcha atrás. Cada año que pasaba surgía un solar en medio de lo que fueron huertas, árboles y boqueras.
Una forma de vida estaba desapareciendo, refugiada en los últimos cortijos que lograban sobrevivir al avance inexorable de lo que entonces llamaron progreso.
La Vega resistía, anclada en sus costumbres ancestrales, mientras la ciudad le iba quitando terreno palmo a palmo. A cada derrota, la Vega iba dejando grandes espacios abiertos, descampados de matorrales, arena y cañas que se habían quedado abandonados como los restos de un naufragio.
Allí donde surgía un páramo llegaban los niños dispuestos a conquistar el terreno para sus juegos, en una época en la que cada vez era más difícil encontrar un hueco libre dentro de la ciudad y era preciso conquistar nuevos espacios en los arrabales.
Entre las últimas casas del barrio del Zapillo y las cortijás que aún seguían habitadas, surgieron grandes arenales que ocupaban sectores de lo que hoy es la Avenida del Mediterráneo y los alrededores del Cortijo Grande.
Era un terreno propicio para levantar improvisados campos de fútbol. Bastaba con retirar los matorrales y la cañas que habían quedado y colocar cuatro piedras como porterías para que se obrara el milagro y aquel territorio yermo que había nacido de las entrañas de la Vega se transformara en un gran escenario para celebrar grandes desafíos entre barrios y pandillas.
No era necesario llevar dos equipos ni la indumentaria correcta ni un balón de marca; allí se jugaba por el puro placer del juego, con una pelota vieja, en pantalón de deporte, con vaqueros, medio desnudos, con la ropa de haber ido al colegio, descalzos, con zapatos, con botas de plástico, con los tenis de tela más populares de entonces que eran de la marca ‘La Tórtola’, que no aguantaban más de cuatro o cinco escaramuzas, pero eran los más baratos. Cualquier calzado era bueno con tal de poder participar.
Todo el que pasó por allí y disfrutó de aquellos espacios libres lleva impregnado en el alma los olores tan característicos de una zona donde el aroma de la playa se iba mezclando con el perfume de los establos y de los huertos próximos. Olía a campo, a mar, a estiércol y a veces también al humo que salía de la fábrica de papel de La Celulosa, que soltaba un aire fétido que se hacía insoportable en la ciudad los días que soplaba el viento de levante.
Fugarse por aquel territorio tan alejado entonces de Almería, tener la posibilidad de subirse a una higuera y rozar el cielo, de hacerse un tirachinas con las ramas de un olivo o de descansar bajo la sombra de los eucaliptos, constituía una gran aventura para los niños que llegaban desde la ciudad dispuestos a perderse en ese laberinto de libertad absoluta.
Cuando llegaba el buen tiempo, las pandillas de jóvenes buscaban la recompensa del baño en el mar cuando terminaban de jugar al fútbol. Envueltos en una nube de polvo, con los cuerpos cubiertos de tierra y deshechos por el cansancio, atravesaban los últimos cañaverales que iban a desembocar cerca de la playa de la Térmica.
Aquellas escaramuzas te dejaban una sensación de placer que no volvimos a experimentar jamás. Después de varias horas corriendo bajo al sol y tragando polvo, con el paladar lleno de tierra, quitarse la ropa y zambullirse en el mar te hacía sentir tan libre y renovado que no querías volver a la ciudad.
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