La Transición, con su mochila carga de revoluciones, nos trajo el carnaval, rescatándolo de las mazmorras donde había permanecido durante cuarenta años.
El carnaval significaba recuperar una fiesta que estaba estrechamente ligada al sentimiento de libertad. Nos habían contado que la libertad pasaba por poder expresar no solo tus ideas, sino también tus fobias y hasta tus rencores, y el carnaval te permitía no solo un rato de diversión, de sentido del humor y de ironía, sino también el poder menospreciar o reírte del prójimo sin que éste tuviera derecho a quejarse, ya que en carnaval casi todo estaba permitido.
La Transición nos impuso una fiesta que al menos en Almería no contaba con un arraigo lo suficientemente importante para poder hablar de tradición. En aquellos años de recuperación, el carnaval se reveló con un viento de espontaneidad que fue perdiendo con el tiempo. Era un carnaval sencillo, marrullero y callejero, en el que los jóvenes y los viejos participaban sin grandes alardes, con cuatro trapos y un toque de pintura, y sin ningún repertorio.
En esa naturalidad del disfraz casero y de la fiesta callejera, el carnaval de la Transición conservaba la esencia que había tenido en los años treinta, cuando existía una importante participación popular, sobre todo en algunos pueblos de la provincia.
El de los años treinta, ese carnaval espontáneo que se forjaba en los mismos barrios y en las murgas callejeras, convivía con un carnaval más oficial y organizado que era el que preparaban las principales asociaciones de la ciudad en grandes salones y con espléndidos disfraces.
Había murgas ilegales que eran perseguidas por la autoridad por sus letrillas hirientes, y otras que conseguían el salvoconducto del ayuntamiento y del Gobierno civil para poder pasearse por el centro y llegar al Paseo con el permiso reglamentario. En aquel carnaval de 1930 las murgas autorizadas que más destacaron fueron ‘Los siete dobles del medio dominó’, dirigida por Antonio Bisbal Durán; ‘Los chiquilines’, de Antonio Nicolás Martínez; ‘La verdad’, de Rafael Salinas Hernández; ‘Los banqueros arruinados’, de Fernando Cortázar; ‘Las novias del día’, de José César Berenguel, y ‘Los trovadores’, de Antonio Guirado Briosca.
El Círculo Mercantil celebraba tres bailes en el Teatro Cervantes y el Casino organizaba un baile de piñata donde lucían las más bellas señoritas de la alta sociedad almeriense de aquel tiempo: Lolita Jover, Carmen y Consuelito Altolaguirre, Catalina Alemán, Teresita Lussnig, entre otras. La asociación de camareros denominada ‘Unión de empleados de hoteles, cafés y similares de Almería organizaba cuatro bailes de máscaras para sus socios en su local de la calle Cucarro.
Una semana antes del comienzo de las fiestas, se exponían al público las caretas de carnaval en humildes tenderetes que se levantaban en el entorno del Mercado Central. Estos puestos ambulantes no gozaban del beneplácito de algunos sectores de la sociedad, como lo demuestra el artículo aparecido en el diario ‘La Crónica Meridional’ el 1 de marzo de 1930: “Las caretas ya están colgadas en los tenderetes y muestran a la vista de los transeúntes sus gestos ridículos de cartón pintarrajeado. Estas caretas colgantes tienen la espantosa tristeza de las cabezas cortadas en una batalla y puestas para escarmiento de enemigos en los muros de una ciudad moruna”.
Para el carnaval de 1932, la Asociación de la Prensa organizó un gran baile de máscaras en el teatro Cervantes, con la colaboración de la empresa del teatro, el Círculo Mercantil y el comercio de la capital. Para intentar llenar el recinto, se establecieron tres grandes premios destinados a las muchachas más llamativas y elegantes. La presencia de las jóvenes más bellas de la ciudad, con sus disfraces hechos a medida y sus atractivos vestidos de noche, eran el estímulo perfecto para que los muchachos casaderos acudieran en masa.
El baile de la prensa se convirtió en los años de la República en el gran acontecimiento del carnaval para la alta sociedad local. Unas semanas antes se organizaba en los periódicos una campaña de donación de regalos que después se sorteaban.El lujo se instalaba en los palcos y los disfraces más exquisitos se exhibían entre la multitud que llena el patio de butacas. En la puerta de entrada al teatro Cervantes, la gente se agolpaba para ver llegar a los invitados en los coches de caballos. Así, entre el lujo del teatro y la espontaneidad de la calle, sobrevivía un carnaval que en ningún momento llegó a ser una fiesta multitudinaria ni una seña de identidad de esta ciudad.
El nuevo carnaval de la Transición tampoco llegó a tocar la fibra de los almerienses aunque se mantuvo con cierta prestancia, apoyado siempre por las instituciones. Pero esa espontaneidad se fue perdiendo y los años y la moda nos trajeron el concurso enlatado del teatro, que empezó teniendo un aire almeriensista y que en los últimos veinte años ha derivado en un plagio del carnaval de Cádiz, por lo que uno tiene la sensación, viendo a nuestros grupos, que el espectáculo ya lo había visto antes.
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