Eloy y Matilde fueron dos auténticos personajes de su tiempo. Formaron una familia unida y una pareja sólida a pesar de que él le llevaba 18 años a ella, y tuvieron una larga y fructífera vida profesional, él como maestro de escuela y ella ejerciendo el oficio de comadrona.
Eloy Rueda García nació en Tahal en 1899. Era hijo de Eloy ‘el rubio’, el encargado de las contribuciones en el pueblo, un cargo importante que le permitió a la familia darle al hijo la carrera de maestro, título que obtuvo en junio de 1919. No eran buenos tiempos para la profesión. Un maestro de escuela cobraba un sueldo tan escaso que solo podían vivir con cierta holgura aquellos que iban destinados a pueblos y aldeas y contaban con la ayuda de los vecinos para comer. La precariedad obligó al joven Eloy a lanzarse a la aventura de la emigración y durante cuatro años estuvo trabajando en Argentina, en una ciudad del noroeste de Buenos Aires llamada Lincoln.
Aquello fue solo una escaramuza, una experiencia que tampoco lo dejó satisfecho, por lo que regresó a su tierra para volver a la escuela, sabiendo que le esperaba una dura travesía. Su condición de maestro interino lo obligaba a tener que estar siempre con las maletas preparadas, en un continuo peregrinar por todos los rincones de la provincia. En 1932 lo destinaron al colegio de las Norias en Huércal Overa y dos años después a la escuela de Rambla Grande, de la misma localidad. En ese viaje eterno de un lado a otro conoció los destinos de Alcudia de Monteagud y de Sorbas, donde le cogió la guerra.
Fue en los años de la guerra civil cuando se casó con Matilde Muñoz. Se conocieron en Tahal en 1934 y a pesar de que ella era menor de edad y él había cruzado ya la frontera de los treinta años, empezaron un noviazgo que cuajó en matrimonio. La posguerra fue tan dura como la guerra y el maestro de escuela volvió a hacer las maletas para vivir en constante exilio. Su ‘destierro’ más lejano fue el pueblo de Alcázar de San Juan, en Ciudad Real. Se fue solo para no trasladar a la familia y volvía a casa en vacaciones. Cada vez que regresaba lo hacía cargado de quesos, burlando la vigilancia del guarda del fielato, aprovechando la inocencia de su hijo Eloy, al que le daban la mercancía, queso a queso, para no levantar sospechas. Quién iba a pensar que un niño de siete años, que pasaba dando brincos y jugando, era un auténtico estraperlista.
La esperanza del maestro era poder volver de nuevo a Almería. Cuando lo hizo lo destinaron a Alhama, por lo que todos los días tenía que afrontar un viaje de varias horas. Se iba en tren hasta Santa Fe y desde allí, acortando por los senderos, se iba andando hasta Alhama, recorriendo una distancia que rondaba los cinco kilómetros, que parecían muchos más cuando la lluvia hacia intransitables los caminos.
Ya había recorrido media provincia, de escuela en escuela, cuando por fin encontró destino en la capital. Fue maestro en el barrio de la Chanca, donde durante varios cursos dirigió una clase exclusivamente con niños de raza gitana. De aquella experiencia guardó tan gratos recuerdos que siempre repetía a su familia que hubiera firmado haberse quedado para siempre con aquella clase.
Su vida fue la escuela y su familia. A su lado encontró una fiel compañera que supo cuidar a sus hijos cuando él estaba destinado lejos y compaginar su tarea de madre con su profesión de comadrona. Matilde Muñoz Martínez era todavía una niña cuando entró en relaciones con Eloy, pero supo madurar deprisa. Ella tampoco tuvo una vida fácil y de su paso por este mundo se podría escribir una novela. Contaba que vino a nacer cuando la gripe de 1918 entraba como un viento mortal por las ventanas de las casas. No hubo familia que no sufriera su aliento. Los cementerios se llenaron de jóvenes y tras la muerte llegó el hambre, el paro, la inmigración. Matilde era solo una niña cuando vio marchar a su padre hacia Argentina. La despedida, es el único recuerdo que conservó de él.
Estudió Bachillerato y siendo apenas una adolescente contrajo matrimonio. Eran los días de la guerra. La experiencia del primer hijo, esos eternos momentos de sufrimiento, despertaron en ella la vocación y la necesidad de ser comadrona. Eran tiempos difíciles. Los disparos habían cesado, pero en cada casa había que afrontar a diario la batalla del hambre. Sus primeros años de profesión los pasó asistiendo partos por las cortijás de los Filabres. Entonces no había dinero y la gente pagaba con pan, patatas y huevos.
En 1946 ingresó en el Hospital Provincial de Almería, donde desarrolló su trabajo durante cuarenta años. Fueron años intensos sin apenas descanso. Era rara la noche que no iban a tocarle a la puerta para pedir sus servicios. Cuando llegaba a las casas ponía un cazo de agua a hervir y con alcohol completaba la operación. Si el niño venía de cara y el parto se complicaba, había que llamar de prisa al médico.
Matilde llegó a ser la comadrona más solicitada de Almería. Echaba horas en el Hospital Provincial, en la clínica del ‘18 de Julio’ y en las casas particulares. No conoció los domingos y se pasó la vida trabajando.
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