En mi barrio y en mi colegio, casi todos formábamos parte de familias que vivían exclusivamente de un sueldo. En mi casa vivíamos de lo que daba la tienda de comestibles; en la casa de mi vecino Obdulio de lo que él ganaba trabajando de botones en el Casino; en la casa de Domingo López Baños de las ganancias de la barraca que tenía en el mercado de la Plaza Pavía y en la casa de mi tía Carmen, donde había miembros suficientes para formar un equipo de fútbol, de la mensualidad de mi tío Julio, camarero del Café Colón.
Casi todos vivíamos del sueldo que traían los padres, mientras que la mayoría de las madres se dedicaba al trabajo del hogar y como se decía entonces, a sacar a sus hijos adelante. Ellas eran las que gobernaban de puertas adentro, las que llevaban las riendas de la casa, las que habían aprendido a hacer juegos malabares para estirar la paga hasta el mes siguiente. Eran auténticas economistas que habían tenido que hacer un curso acelerado de contabilidad para que las cuentas cuadraran.
Vivíamos de un sueldo y vivíamos con dignidad, tomando conciencia desde que teníamos uso de razón de lo mucho que costaba ganar una peseta. La austeridad reinaba en las casas y nos educaban en esa cultura del aprovechamiento absoluto de los objetos y hasta de la comida. Nada se tiraba y hasta el pan duro se guardaba en una talega porque siempre había alguien más pobre que nosotros. La comida que sobraba en el almuerzo se guardaba para la cena y cuando en un día señalado, casi siempre un santo, nos regalaban una caja de pasteles, se veneraba como si en la casa hubiera entrado un santo. A los niños no nos regalaban un juguete o un detalle cualquiera sin que hubiera un motivo justificado: el aprobado de un curso, un comportamiento excelente o los Reyes Magos que venían solamente en enero antes de que la moda anglosajona nos impusiera la dictadura de Papa Noel.
Vivíamos de un sueldo y teníamos interiorizado que detrás de una peseta, por pequeña que pareciera, estaba el sudor de un padre, el sacrificio de una madre y el futuro de los hijos.
De pequeños nos enseñaban la importancia del ahorro y era raro la casa donde los hijos no tenían su hucha en la que iban depositando religiosamente las monedas que le sobraban de la paga del domingo o la propina que alguna tía generosa nos había regalado por ir a verla. Había una paga dominical que recibíamos la mayoría de los niños con la condición de que nuestro comportamiento hubiera sido adecuado durante la semana. Nos daban lo justo para ir al cine y que nos sobrara por si queríamos comprarnos algo en el carrillo que ponían en la puerta: dos reales de regaliz o unos cuantos caramelos de café con leche, que eran tan empalagosos que te duraban toda la película.
Un sueldo para una familia no daba para lujos por lo que la ropa de los niños se heredaba y las fiestas se restringían al comedor de la casa o a las excursiones al campo o a la playa de los domingos. La cultura del bar que vivimos actualmente no existía. Ir a un restaurante a comer para una familia de entonces era un lujo que podía ocurrir muy de vez en cuando, siempre de forma excepcional y midiendo mucho las consecuencias.
Recuerdo el sentimiento de euforia que se vivía en las vísperas del 18 de Julio, que era fiesta nacional. Esa alegría colectiva no emanaba de la política ni del recuerdo del día del alzamiento, sino de la paga extraordinaria que llegaba a las casas como si fuera la mano de Dios. Con la paga extraordinaria las familias llenaban las despensas para dos semanas y tapaban los agujeros que habían dejado en la tienda de confianza.
Por el mes de agosto, éramos muchos los niños que teníamos la costumbre de abrir la hucha que habíamos guardado como oro en paño durante doce meses y hacer el recuento del dinero que teníamos para disfrutarlo en la feria.
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